domingo, 31 de octubre de 2021

El anarquismo de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Piotr Kropotkin

 





Piotr Kropotkin

Tras la derrota de la insurrección de los obreros parisinos, en junio de 1848, y la caída de la República, hubo una disminución general de la propaganda en todas las corrientes del socialismo. Toda la prensa socialista quedó prácticamente paralizada durante un período de reacción que se prolongó veinte años. Sin embargo, hasta el pensamiento anarquista hizo progresos, principalmente en las obras de Anselme Bellegarrigue (Coeurderoy) y sobre todo Joseph Déjacque (Les Lazaréennes, El Hitmanisferio, una utopía anarquista comunista, recientemente descubierta y reeditada). El movimiento socialista sólo revivió a partir de 1864, cuando algunos obreros franceses, “mutualistas” todos, se reunieron en Londres durante la Exposición Universal con seguidores ingleses de Robert Owen y fundaron la Asociación Internacional de los Trabajadores. Se desarrolló esta asociación muy rápido y adoptó una política de lucha económica directa contra el capitalismo, sin intervenir en la vida política parlamentaria, y siguió esta política hasta 1871. 

Tras la guerra franco-prusiana, cuando se prohibió la Asociación Internacional de los Trabajadores en Francia tras la insurrección de la Comuna, los obreros alemanes, que habían obtenido el derecho al voto en las elecciones al recién constituido Parlamento imperial, insistieron en modificar las tácticas de la Internacional y empezaron a formar un partido político socialdemócrata. Esto llevó muy pronto a una división en la Internacional, cuyas federaciones latinas (la española, la italiana, la belga y la jurasiana (Francia no pudo estar representada) formaron entre sí una unión federal que rompió totalmente con el Consejo General marxista de la organización. Dentro de esas federaciones se desarrolló ya lo que puede llamarse anarquismo moderno. Los federados, junto con los nombres de “federalistas” y “antiautoritarios”, habían utilizado durante un tiempo el de “anarquistas”, que sus adversarios insistían en aplicarles, y que prevaleció y fue por último reivindicado.

Bakunin se convirtió en seguida en el espíritu rector de estas federaciones latinas en el desarrollo de los principios del anarquismo, lo cual hizo en numerosos escritos, folletos y cartas. Pidió la abolición total del Estado, según él producto de la religión, correspondiente a un estadio de civilización más atrasado, y que representaba la negación de la libertad y corrompía hasta lo que pretendía hacer en pro del bienestar común. El Estado era un mal históricamente necesario, pero sería igualmente necesaria, tarde o temprano, su total extinción. 

Repudiando toda legislación, hasta la nacida del sufragio universal, Bakunin pedía autonomía plena para cada nación, región y municipio, siempre que no constituyesen amenaza para sus vecinos, y plena independencia del individuo, añadiendo que sólo es uno realmente libre cuando son libres los demás, y en proporción a esa libertad de todos. Las federaciones libres de los municipios formarían naciones libres.

En cuanto a sus ideas económicas, Bakunin se decía, en común con sus camaradas federalistas de la Internacional, “anarquista colectivista”; no como lo fueron Vidal y Becqueur en los cuarenta, o sus modernos seguidores socialdemócratas, sino como defensa de un estado de cosas en que todos los medios de producción fuesen propiedad común de los grupos de trabajo y los municipios libres, y en que el sistema de retribución del trabajo, comunista o de otro género, lo estableciese por sí mismo cada grupo. La revolución social, cuya proximidad predecían entonces todos los socialistas, sería el medio de dar vida a las nuevas condiciones.

Las federaciones jurasiana, española e italiana y sectores de la Asociación Internacional de los Trabajadores, así como los grupos anarquistas franceses, alemanes y americanos, fueron durante los años siguientes los principales centros del pensamiento y la propaganda anarquista. Se abstuvieron de participar en la política parlamentaria y mantuvieron siempre estrecho contacto con las organizaciones obreras. Pero en la segunda mitad de los años ochenta y principios de los noventa, cuando la influencia de los anarquistas empezó a percibirse en las huelgas, en las manifestaciones del Primero de Mayo, en las que defendieron la idea de la huelga general por la jornada de ocho horas, y en la propaganda antimilitarista en el ejército, se inició contra ellos una violenta represión, sobre todo en los países latinos (incluyendo la tortura física en el castillo de Montjuich de Barcelona) y en los Estados Unidos (ejecución de cinco anarquistas de Chicago en 1887). 

Contra estas persecuciones replicaron los anarquistas con actos de violencia que fueron seguidos, a su vez, de más ejecuciones de arriba y nuevos actos de venganza de abajo. Creó esto en la generalidad del público la impresión de que la esencia básica del anarquismo era la violencia, punto de vista rechazado por sus partidarios, que sostienen que en realidad todos los partidos recurren a la violencia cuando se les impide la acción directa por la represión, y leyes extraordinarias les declaran forajidos.

El anarquismo siguió desarrollándose, en parte, en la dirección proudhoniana (mutualista), pero sobre todo como anarquismo comunista, al que se añadió una tercera dirección, la anarquista cristiana de León Tolstói, y una cuarta que podría denominarse anarquismo literario, y que iniciaron algunos destacados escritores modernos.

Las ideas de Proudhon, sobre todo en lo que respecta a la banca mutua, se corresponden con las de Josiah Warren, y hallaron considerable eco en Estados Unidos, dando origen a una escuela distinta, cuyos nombres pueden hallarse en la Bibliografía de la Anarquía del doctor Nettlau.

Ha ocupado posición destacada entre los anarquistas individualistas de Norteamérica Benjamin R. Tucker, cuyo periódico Liberty se fundó en 1881, y cuyas ideas son una combinación de las de Proudhon y las de Herbert Spencer. Partiendo del principio de que los humanos son egoístas, estrictamente hablando, y de que cada grupo de individuos, sea la liga secreta de unos cuantos o el Congreso de los Estados Unidos, tiene derecho a oprimir a todo el resto de la especie humana, siempre que disponga del poder necesario, que debe ser ley la libertad igual para todos y la absoluta igualdad y que “ocuparse cada uno de sus propios asuntos” es la única regla moral del anarquismo, Tucker pasa a demostrar que una aplicación general y completa de tales principios sería beneficiosa y no presentaría peligro alguno, porque los poderes de cada individuo quedarían limitados por el ejercicio de los derechos iguales de todos los demás. Indicaba luego (siguiendo a H. Spencer) la diferencia que existe entre la usurpación de los derechos de alguien y la resistencia a esa usurpación; entre dominación y defensa: siendo la primera igualmente condenable, ya sea la usurpación realizada a un individuo por un criminal, o la de uno sobre todos los otros, o la de todos los otros sobre el uno; mientras que la resistencia a la usurpación es defendible y necesaria. En su propia defensa, tanto el ciudadano, como el grupo, tienen derecho a cualquier violencia, incluida la pena capital.

Se justifica también la violencia para hacer obligatorio el respeto a un acuerdo. Tucker sigue así a Spencer y, como él, abre (en opinión de quien esto escribe) el camino de la reconstitución, so pretexto de “defensa”, de todas las funciones del Estado. Su crítica del Estado actual es muy penetrante, y su defensa de los derechos del individuo de gran vigor. En cuanto a sus ideas económicas, sigue B. R. Tucker a Proudhon.

El anarquismo individualista de los proudhonianos de América del Norte encuentra, sin embargo, poco eco en las masas obreras. Los que lo profesan (principalmente “intelectuales”) comprenden pronto que la individualización que tanto ensalzan no es asequible por esfuerzos individuales, y o bien abandonan las filas anarquistas y se entregan al individualismo liberal de los economistas clásicos, o bien se refugian en una especie de amoralismo epicúreo, o teoría del superhombre, similar a las de Stirner y Nietzsche. La mayoría de los obreros anarquistas prefieren las ideas anarquistas comunistas que han evolucionado gradualmente a partir del colectivismo anarquista de la Asociación Internacional de los Trabajadores. 

A esta dirección pertenecen (y nombro sólo a los exponentes más conocidos del anarquismo) Élisée Reclus, Jean Grave, Sébastien Faure y Émile Pouget en Francia; Errico Malatesta y Covelli en Italia; Ricardo Mella, Anselmo Lorenzo y los autores, desconocidos la mayoría, de muchos excelentes manifiestos de España; Johann Most entre los alemanes; Spies, Parsons y sus seguidores en los Estados Unidos, etc.; también Dómela Nieuwenhuis ocupa una posición intermedia en Holanda. Los principales periódicos anarquistas publicados a partir de 1880 pertenecen también a esa tendencia; y gran cantidad de anarquistas que también pertenecen a ella se han unido al llamado movimiento sindicalista, nombre francés del movimiento obrero no político, consagrado a la lucha directa contra el capitalismo, que tanto predicamento ha adquirido últimamente en Europa.

Como anarquista comunista, el que esto escribe trabajó muchos años para desarrollar las siguientes ideas: mostrar la conexión lógica e íntima que existe entre la filosofía moderna de las ciencias naturales y el anarquismo; dar al anarquismo una base científica para el estudio de las tendencias que son patentes hoy en la sociedad y que puede indicar su posterior evolución; y establecer las bases de la moral anarquista. En cuanto a la esencia del propio anarquismo, fue objetivo de Kropotkin demostrar que el comunismo (al menos parcial) tiene más posibilidades de éxito que el colectivismo, sobre todo si los municipios toman la dirección, y que la forma libre, o anarquista comunista, es la única forma de comunismo que ofrece posibilidades estables a las sociedades civilizadas; comunismo y anarquía son, en consecuencia, dos factores de evolución que se complementan mutuamente, y que se hacen mutuamente posibles y aceptables. 

Ha intentado, además, indicar cómo, durante un período revolucionario, una gran ciudad (si sus habitantes aceptan la idea) podría organizarse según las directrices del comunismo libre; la ciudad garantizaría a todo habitante vivienda, comida y ropa en proporción correspondiente al bienestar de que hoy sólo disfrutan las clases medias, a cambio de un trabajo de medio día, o de cinco horas; y que todo lo que se considerara lujo podría obtenerse de modo general si los individuos se uniesen durante la otra mitad del día en todo género de asociaciones libres que persiguiesen los diversos objetivos posibles: educativos, literarios, científicos, artísticos, deportivos, etc. A fin de probar el primero de estos asertos, ha analizado las posibilidades de la agricultura y del trabajo industrial, combinadas ambas con las tareas del intelecto. Y con el fin de determinar los principales factores de evolución de los seres humanos, analicé el papel que jugaron en la historia las sociedades populares constructivas de apoyo mutuo y el papel histórico del Estado.

Sin titularse anarquistas, León Tolstói, como sus predecesores de los movimientos religiosos populares de los siglos XV y XVI, Chojecki, Denk y muchos otros, adopta una posición anarquista respecto al Estado y a los derechos de propiedad, derivando sus conclusiones del espíritu general de las enseñanzas de Cristo y de los necesarios dictados de la razón. Con todo el poder de su talento, ha realizado (sobre todo en Reino de Dios en nosotros mismos) una vigorosa crítica de la Iglesia, el Estado y la Ley, y, sobre todo, de las leyes de propiedad actuales. Describe el Estado como dominación de los débiles, apoyada en la fuerza bruta. Los ladrones, dice, son mucho menos peligrosos que un Gobierno bien organizado. Hace una penetrante crítica de los prejuicios en boga hoy respecto a los beneficios que Iglesia, Estado y la distribución actual de la propiedad confieren a los hombres y deduce de las doctrinas de Cristo el poder de la no resistencia y la condena absoluta de todas las guerras. Pero sus argumentos religiosos están tan admirablemente combinados con argumentos que proceden de una observación desapasionada de los males de hoy, que las partes anarquistas de su obra hablan tanto para el lector religioso como para el que no lo es.

Resultaría imposible explicar aquí, en tan breve bosquejo, la penetración, por una parte, de las ideas anarquistas en la literatura moderna, y la influencia, por otra, que las ideas libertarias de los mejores escritores contemporáneos han ejercido en el desarrollo del anarquismo. Pueden consultarse los diez grandes volúmenes del suplemento literario del periódico La Révolte y también el de Les Temps Nouveaux, en el que hay citas de las obras de centenares de autores modernos que exponen ideas anarquistas, para comprender hasta qué punto está estrechamente relacionado el anarquismo con todo el movimiento intelectual de nuestro tiempo. 

Sobre la libertad de John Stuart Mili, El individuo contra el Estado de Spencer, Esbozo de una moral sin obligación ni sanción de Jean-Marie Guyau y La Morale, l’art, et la religión de Fouillée, las obras de Multatuli (E. Douwes Dekker), Arte y revolución de Richard Wagner, las obras de Nietzsche, Emerson, W. Lloyd Garrison, Henry David Thoreau, Alexandr Herzen, Edward Carpenter, etc.; y en el campo de la literatura propiamente dicha, los dramas de Ibsen, la poesía de Walt Whitman, Guerra y Paz de Tolstói, París y El trabajo de Zola, los últimos libros de Dmitri Merezhkovski, e infinidad de obras de autores menos conocidos, están llenas de ideas que muestran cuan estrechamente relacionado está el anarquismo con los quehaceres del pensamiento moderno que sigue la misma tendencia de liberar al hombre de las ataduras del Estado y del capitalismo.

*Este texto fue escrito para la Enciclopedia Británica, edición de 1905

Selección de texto: El anarquismo de la Asociación Internacional de los Trabajadores

Revista Orto nº 202