sábado, 27 de octubre de 2012

Wilhelm Brasse, el fotógrafo de Auschwitz




Entre sus tareas estaba retratar a las víctimas de los experimentos científicos del médico nazi Josef Mengele

“Siéntese cómodamente, relájese y piense en la patria”. El teniente de la SS Maximilian Grabner sonrió entonces con el gesto dulce inmortalizado por el fotógrafo Wilhelm Brasse. Los presos políticos de Auschwitz llamaban a Grabner “Dios nuestro señor”, porque torturaba y fusilaba con tanta iniquidad que hasta la SS investigó sus actividades. El castigo le llegó con la derrota alemana, en forma de una condena a muerte por 25.000 asesinatos. El de Grabner sería uno de los pocos retratos amables que Brasse pudo hacer durante su encierro en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, donde le obligaron a trabajar en el “servicio de identificación”. Entre sus tareas estaba retratar a las víctimas de los experimentos científicos del médico nazi Josef Mengele. En total, unos 50.000 documentos de la vida y la muerte en el campo donde los nazis asesinaron a más de un millón de personas. Este encargo salvó su vida.

Brasse nació en 1917 en Żywiec. Hablaba alemán, aunque su ciudad natal pasó a ser parte de la Polonia independiente al término de la I Guerra Mundial. Aprendió fotografía en Katowice, pero cuando comenzó la invasión alemana en 1939 estaba en el Ejército polaco. Tras la derrota fue apresado cuando intentaba escapara a Hungría. Dado que sus antepasados paternos eran austríacos y él hablaba el idioma, los alemanes le propusieron alistarse en las Fuerzas Armadas (Wehrmacht) de Hitler. Se negó porque se “sentía polaco y era polaco”, como su madre. El 31 de agosto de 1940 lo enviaron al recién construido campo de concentración de Auschwitz, levantado por la SS en la Polonia ocupada. El nombre aún no era sinónimo de los horrores racistas ni de la arbitrariedad criminal de los nazis. Pronto lo sería, con Brasse como testigo de primera fila.


Primero le dieron el uniforme de interno y, a golpes, le forzaron a saltar en el patio con otros presos, para humillarlos. “Jugaban con nosotros como si fuéramos animales”. Los judíos “simplemente eran asesinados”. Los curas polacos recibían trabajos particularmente extenuantes. Los guardas les explicaban a los supervivientes que, si eran fuertes, tenían por delante algunos meses de vida. Para Brasse fueron dos semanas de cuarentena y algunas más de trabajos forzados. Después, un guarda alemán que era preso político le facilitó un trabajo en la cocina para premiar su bilingüismo y sus dotes como intérprete. En 1941 lo llamaron al despacho del célebre Rudol Höß, el comandante de Auschwitz cuyas confesiones sirvieron para reconstruir parte de los sucesos del campo antes de que los aliados lo ahorcaran por sus crímenes. Resultó que los jefes buscaban un fotógrafo. Lo eligieron a él.


Recordaba en algunas entrevistas que su trabajo no solo le salvó de una muerte segura, sino que le proporcionó una estancia más confortable entre las alambradas del campo. Como tenía que tratar con los alemanes, éstos le facilitaban ropa y le permitían lavarse “para no molestarlos con mal olor”. La suerte de Brasse fue la manía alemana por documentarlo todo con prolijidad, aun aquellas brutalidades.


Después de la guerra le perseguían pesadillas protagonizadas por las víctimas de los nazis que tuvo que fotografiar. Sobre todo, por chicas judías que sufrieron los experimentos del doctor Mengele. Un día, el propio médico de Auschwitz lo felicitó por el trabajo a través de su jefe en el campo: “Las fotos son exactamente lo que necesitamos”.


Explicaría después Brasse que había cumplido sus tareas “porque no se podía decir que no [a la SS] y porque no hacía daño a nadie”. Después de la guerra no volvió a la profesión, “porque los muchachos judíos y las chicas judías se aparecían en flashes constantes ante los ojos”. El fotógrafo sabía que su cámara iba a ser una de las últimas cosas que iban a ver antes de que los enviaran al gas.


Tras sobrevivir a una de las “marchas de la muerte” de prisioneros de los nazis, Brasse regresó a su ciudad natal en Polonia, donde murió el martes a los 95 años.