jueves, 23 de diciembre de 2010

Nuestros documentos


¡Que lástima! ¡Que dolor! La tierra les sea leve. ¡Quien lo hubiera dicho! iComo era posible creer tanta perver­sidad! ¡Y se hablará de fieras! ¡Que mayor fiera que el hombre mismo! ¡A cuantos crímenes conduce el primer paso que se dá en el camino del vicio! iCuan fácil es ahogar el grito de la con­ciencia cuando se ha conseguido encallecer el corazón!Cádiz, la heróica Cádiz, la que en medio de las borrascas que agitan a la Europa entera, había sabido huir de los escollos y evitar el naufragio, acaba de perder en un momento de error los hermosos títulos de culta y católica.


Rotos los diques que la religión y las leyes oponían al desenfreno y al libertinaje, por donde quiera que volvamos los ojos, no vemos más que lágri­mas, ruinas, desesperación y sangre. ¡Que cuadro tan horroro­so presenta una ciudad sembrada de cadáveres!No es a nosotros a quienes tocaba enjugar el llanto de tan­tos huérfanos desgraciados, pero cuando los que debían hacer­la no lo hacen ¿como permanecer sordos a la voz de la razón? ¿Como olvidar los sagrados deberes, que nos imponen la misma naturaleza?

A pesar de la corrupción general y de esa indiferencia que parece ser el distintivo del siglo XIX, no han lle­gado por fortuna hasta nosotros sus fatales efectos. A vista de tantos crímenes la sangre hierve en nuestras venas; el corazón quiere salirse del pecho y para mayor dolor ni aún llorar pode­mos. ¿Por qué, pues, extraña, que aceptando todas las conse­cuencias de nuestro arrojo, nos presentamos hoy como defen­sores de los desgraciados, a quienes tan tiránicamente se ultraja, maltrata y asesina en mitad del día y en medio de las calles más públicas?

Muchos y muy grandes son los peligros que nos cercan, pero la causa que defendemos es santa, y el cielo debe ayudamos en tan grande obra. No corremos tras cruces ni calvarios. No nos mueve tampoco ese metal por el cual todos suspiran. No queremos más recompensa que las bendiciones de los inocentes, cuyos derechos vamos a recla­mar. Pero si en tan sangrienta lucha quedásemos vencidos, quizás otros siguiendo nuestros pasos con mejor fortuna y menos obstáculos, lograran afianzar el reinado de la paz sobre la tierra, y derramaran una lágrima de gratitud sobre el sepulcro de los primeros adalides. No pensamos intimidarnos, tiranos de la tierra. Inventad si quereis nuevos suplicios para castigar nuestro heróico valor. Todo será inútil. Nada nos amedra.


¿Que es la muerte para el esclavo? el último eslabón de su cadena. El principio de la feli­cidad. ¡Libertad! ilgualdad! ¡Justicia! ¿Y os atreveis a marchar con vuestros labios palabras tan puras? Y os avergonzais de pro­nunciar unos nombres tan sagrados? iLibertad! A la sombra de esa constitución tantas veces jurada, dominan tranquilos unos inocentes creyendo poder gozar sin zozobras los derechos de pacíficos ciudadanos; pero vosotros turbásteis su sueño. ilgualdad! Confiados en ella os dieron el dulce nombre de ami­gos, velaron por vuestra hacienda, sacrificaron a vuestro capri­cho miras de ambición, vínculos de familia. Todos los lazos que los ligaban a la sociedad los hicieron pedazos por vosotros, porque gritábais justicia y de esta palabra esperaban mucho bien. ¿Y habeis tenido valor para engañar a criaturas tan leales? Sí, lo habeis tenido. Es verdad que lo ten­dísteis la mano de amigos, pero también es verdad que esa mano encerraba un veneno que mata, y ellos aceptaron la mano y el veneno, y cuando conocieron su error y vuestra maldad, la risa sardónica del verdugo se mezcló con los últimos acentos de su moribunda víctima.


¡Que espectáculo tan horroroso! Nosotros vimos a esos inocentes exhalar sus últimos suspiros entre ayes y lamentos que traspasaban el corazón. Nosotros oimos sus quejas entre agonías mortales; recogimos sus últimos suspiros; tendimos nuestras manos sobre sus yer­tos cuerpos, y no pudimos regarlos de lágrimas, porque el cora­zón quiso negamos este consuelo; pero una voz que parecía salir del centro de la tierra nos gritaba venganza, y su eco reso­naba por el espacio.Al escuchar esta terrible palabra se reanimaron nuestras fuerzas debilitadas hasta entonces con tanto padecer, y con todo el valor que infunde la desesperación juramos no descan­sar hasta exteminar a los opresores. La sangre de las víctimas humeante todavía, reclama el castigo de los culpables.

La hora de la expiación ha llegado, miserables. Si la justicia humana olvidase su deber, un poder sobrenatural abriría las tumbas; se animarían de nuevo los restos de tantos inocente, y ellos mismos lavarían con vuestra sangre la mancha que habéis echado sobre su preciara progenie. ¿Quien os dio el derecho de destruir una de las mejores obras de la creación? ¿No caben por ventura en el mundo unos seres que nacieron para hacer las delicias del hombre? ¿No quereis tener un verdadero amigo y compañero en este valle de amargura? ¿Pensais disculparos con decir que teneis la hidro­fobia y quereis evitar sus estragos? ¿excusa vana?. Si tal fuese vuestro intento ¿Por qué no pensais en destruir la miseria que es la que produce aquella calamidad? ¡insensatos!. Halagáis a la mujer y dais la muerte al amigo verdadero; al servidor fiel, al que daría por vosotros su vida y cien vidas que tuviera. ¡Y esto sucede en un siglo que se dice ilustrado, y en tiempos en que sólo es lícito hablar de hierros cuando se trata de caminos, y de cadenas cuando se habla de puentes colgantes !Parricidas!, icuando podremos olvidar todo el mal que nos habeis hecho! Manes de Zelim, sombra ilustre de Palomo vol­ved de esa región a donde os han sublimado vuestra virtud excelsa, y castigad a esos Borgias que con una pelotilla priva­ron al mundo de dos seres que eran nuestra dicha y nuestro consuelo. ¿Quien nos acompañará ya en la mesa y en el campo? ¿ A quien acudiremos para parar una codorniz y levantar un gazapo? ¿Quien velará por nosotros mientras dormimos? Zelim, Palomo, ¿como hemos de olvidar vuestros servicios y vuestro claro ingenio? ¿cómo dejar de admirar a unos filósofos, que hallaron en la tierra la verdadera felicidad posible, que es indudablemente la de vivir sin casarse y sin la fatal pasión a que llamamos familismo. ¡Ah! No podemos ya sufrir tanto. Vuestra muerte nos quita todas las ilusiones que embellecían nuestra existencia. Ni los halagos de una mujer, ni las adulacio­nes del hombre que nos llama su amigo, y nos vende como aquella con halagos tambien, podrán llenar nuestro corazón. Felices aquellos tiempos en que se tenían por oráculos las palabras del gran Pitágoras. Su metamorfosis era, por decirlo así, el freno que contenía la ambición de devorar tan común en todos los hombres. Si en vez de reirnos de su sabio sistema lo hubiésemos admitido como se han admitido otros algo peores, ni tantos crímenes se cometerían, ni nos admiraría como nos admira ver a no pocos jumentos con borla de doctores, y a muchos doctos desconocidos, trasijados y mohinos como jumentos. ¡Quien sabe si nuestros perros Zelim y Palomo serí­an algunos ingleses célebres!. Ellos hablaron muy poco: toma­ban lo que se les daba y todo lo que podían pillar: desde cien leguas olían donde guisaban: veían mucho, y cazaban con una agilidad sorprendente.

No hay duda. ¡ Ingleses eran! ¡ ¡Por eso los quisimos! Pues tengan entendido los que recetan pelotillas para los perros, y los que las hacen, y los que se las dan -(que siempre ha de haber mujeres de por medio cuando se trata de calami­dades) tengan entendido repetimos, que si siguen su sistema de destrucción, van a concluir con media Inglaterra, porque muchos de los perros que estais que están muriendo, son tan sabios como Zelim y Palomo: bichos de tanta valía por fuerza deben ser extranjeros. Esta es la razón que tenemos para concluir esta filípica con las mismas palabras que nos sirvieron de epígrafe, porque a decir verdad, si viésemos morir de pelotilla a unos animales tan célebres ¿que habíamos de decir aunque no fuera más que por política? ¡QUE LASTIMA! iQUE DOLOR! LA TIERRA LES SEA LEVE.
Fermín Salvochea
Contra el Absolutismo, la Tiranía y la Opresión
"La Revista Gaditana", 24 de julio 1867