La calle donde vive Pedro
no aparece en los mapas. Es empinada, con una sucesión de grandes
escalones que la recorren de arriba a abajo, estrecha, encalada. No
aparece en los mapas, pero en su pueblo, Alcalá de los Gazules,
todos saben llegar. «No me suena la calle, pero dime a quién buscas.
Ah, a Pedro sí, claro que lo conozco, y a su madre también. Está la
pobre regular, muchas veces no se acuerda de las cosas. Y Pedro, bueno,
él tampoco está bien. Pero ven, que te acompaño».
Al pie de la calle estrecha aparece un hombre de mediana
edad, pantalón vaquero y camisa a cuadros. «¿Sois de La Voz?, pregunta,
«pasad, aquí vivo yo. Esto es lo que hay». En apariencia nada hace
sospechar la historia que se esconde detrás de este hombre de 45 años,
pero sus ojos le delatan. Algo no va bien. Son muchos años ya de
tratamiento. Esos ojos están más abiertos de lo normal. Tal vez sea por
la medicación, tal vez sea que no se quiere perder nada de lo que pasa
delante suya, bastante se perdió antes de que dieran con su diagnóstico.
Su casa es humilde. Su madre, a pesar del alzhéimer la cuida como puede, y Pedro a la vez, también como puede, cuida de su madre.
La decoración brilla por su ausencia. Sobre la mesa dos tazas y una
botella de Casera, eso, y un decena de cajas de pastillas. Lorazepan,
Simvastatina, Dormodor, Paroxetina, Alprazolam, Codeisan... Pedro las
tiene a mano. «De estas una por la mañana y tres por la noche. De esta
tres al día. Esta con el desayuno. Estas dos a las seis, con el
cafelito». No se le pueden olvidar, lleva veintidós años conviviendo con
su rutina química. No lo ha tenido fácil, pero él tampoco se lo ha
puesto fácil a los demás. Lo sabe, y es por eso por lo que más se ha
pensado tomar la decisión que ha tomado. La vida que ha llevado en los
últimos veintidós años se acaba en veinte días si alguien no lo remedia
antes. Pedro deja las pastillas.
Hace solo unos días que entró en vigor la nueva normativa sanitaria por la que los enfermos crónicos tienen que pagar el 10% de sus medicamentos. En Andalucía se ha limitado ese pago a un máximo de 8 euros por persona, pero aún así, Pedro no está dispuesto a pagar.
«Ya se lo he dicho a mi médico, que no pienso pisar la farmacia. Tengo
una pensión de 384 euros y ya bastantes impuestos pago para que encima
me vengan con esto. Yo soy un enfermo crónico, me tengo que tomar once
medicamentos al día, pero sé que lo mío no tiene solución». El estómago o
la cabeza le pondrán un límite algún día, lo asume, pero antes quiere
luchar. «Lo hago no solo por mí, sino también para que otros puedan
beneficiarse, porque ahora es este 10% en las medicinas, pero dentro de
unos días será otra cosa, y en algún momento esto va a explotar», dice.
Lo que más indigna a Pedro es tener que pagar en la misma proporción que
cualquiera que cobre menos de 18.000 euros al año, cuando «yo no cobro
ni 5.000».
Diagnóstico
Quiere ser valiente, pero tiene miedo porque sabe que las
consecuencias pueden ser demoledoras. «Lo que tengo no lo deseo, he
luchado por superarlo para no hacerle daño a nadie». Ya lo hizo, le dio
una paliza a un cabo primero de su pueblo y llegó a ingresar en prisión
por cometer un robo. Reconoce que ha tenido muchos problemas en la vida.
Y a los suyos se unen los de su sobrino, ingresado en un centro
tutelado desde hace años, y los de su hermano, «que mató a un hombre».
Ellos dos tienen la misma enfermedad que Pedro mantiene a raya con sus
once cajas de pastillas, «esquizofrenia paranoide y trastorno de la
personalidad», explica. Saca un certificado médico: trastorno
afectivo persistente; trastorno ansioso de la personalidad. Todo ello
agravado por un cuadro depresivo derivado del abandono de su mujer y las
deudas que arrastra desde entonces.
«Yo me conozco y sé que me voy a hacer daño, lo que
quiero es no hacérselo a nadie. Pero quiero dejar una cosa clara, que de
lo que me pase va a ser responsable el Estado». En los últimos días
Pedro Espina ha intentado hablar con el Ministerio de Sanidad, con el
SAS, con la Seguridad Social... «todos me han dado largas». Pero no se
resigna, aún confía en que alguien le de alguna solución.
La historia de Pedro Espina es
dura, pero hay que dimensionarla como es debido. En el Colegio Oficial
de Médicos y en el de Farmacéuticos no han tenido constancia de casos
similares. Saben que se ha provocado un malestar generalizado entre
quienes antes no tenían más que enseñar su receta roja para recibir sus
medicamentos y ahora tienen que pagar por ellos parte de sus pobres
pensiones.
Puede que no haya más casos como el de Pedro, puede que
sí. Él asegura que tiene constancia de que hay más personas que están
dispuestas a imitarlo, y no le importa ser el primero. Las consecuencias
de esta decisión pueden ser fatales. Lo asume. Igual que asume que no
podrá volver a su trabajo como vigilante de seguridad. De la misma forma
que asume que con solo 45 años tiene complicado rehacer su vida. Está
acostumbrado a subir cada día por una calle empinada, tan encalada que
puede deslumbrar a quien la transita. Puede ser eso lo que le ha
sucedido. O tal vez esta sea la determinación más pensada y más dura de
su vida. Está dispuesto a subir los escalones que hagan falta, aunque
solo sea para abrirle el camino a los que vengan detrás, aún a riesgo de
terminar perdiendo el equilibrio.