El asesinato a sangre fría de George Floyd, afroamericano de 46 años, a manos de la policía de Mineápolis (Minnesota), grabado por una testigo y difundido por las redes sociales, ha provocado fuertes disturbios en la ciudad. Esta muerte no es un caso aislado, sino una estrategia planificada de exterminio de la población marginal y más desprotegida de las clases subalternas, que está dejando de ser un fenómeno particular y único de los Estados Unidos.
Dentro de la fuerza policial estadounidense, ocupa un lugar destacado la cofradía de los killercops. Bien nutrida de fascistas, miembros o simpatizantes del Ku-klux-klan y psicópatas de vario pelaje, en el alegado paraíso de las libertades democráticas y los derechos civiles, dicha cofradía posee carta blanca de los poderes públicos para disparar antes de preguntar, para ser jueces y ejecutores a un tiempo.
Todos los años, en torno a un millar de personas mueren a manos de estos killercops. Eso aparte de las muchas más que son brutalmente asaltadas, apaleadas y torturadas y viven para contarlo. Pero la última de las 400 de sus víctimas mortales en lo que va de año, no ha podido hacerlo.
Se llamaba George Floyd, trabajador afroamericano de 46 años. Sospechoso de haber usado un billete falso en una tienda, a Floyd le detuvo la policía de Mineápolis (Minnesota) el lunes pasado, 25 de mayo.
En el vídeo que una testigo grabó, se ve perfectamente cómo, una vez arrojado al suelo boca abajo y esposado a la espalda junto al coche policial, el agente Derek Chauvin hinca la rodilla en el cuello de Floyd donde la mantiene apretando durante siete minutos, a pesar de que la víctima suplica porque no puede respirar, y a pesar de las increpaciones de los testigos para que lo soltara, porque veían claramente que lo estaba matando. En efecto, Floyd primero quedó inconsciente y cuando le llevaban en camilla al hospital era ya cadáver. De los otros tres agentes, ninguno hizo nada por evitar esta muerte.
La policía de Mineápolis tiene un largo historial de brutalidad, lo que la equipara a la de otras muchas ciudades. Su actual jefe de policía, el afroamericano, Medaria Arradondo había denunciado en el pasado a los responsables de su departamento por tolerar el racismo, y al tomar el cargo prometió que trabajaría por mejorar las relaciones con la comunidad negra. Se ve que no ha tenido mucho éxito. Contra problemas estructurales vale poco la buena voluntad individual.
Ante la evidencia del asesinato de Floyd, lo único que ha podido hacer Arradondo es pedir una investigación del F.B.I y despedir a los cuatro agentes, lo cual es más de lo que muchos otros hacen en similares circunstancias, teniendo en cuenta que el castigo inmediato que suelen recibir los killercops cuando son grabados comentiendo sus crímenes es el de unos días de vacaciones pagadas para apartarlos de la presencia pública.
El asesinato de Floyd ha encendido las iras de quienes llevan mucho tiempo siendo víctimas o testigos de la brutalidad policial en la ciudad. El martes miles de personas salieron a las calles en protesta y se encontraron con la policía anti-disturbios disparando botes de humo, bolas de goma y granadas aturdidoras. “Es un despliegue repugnante”, dijo el concejal Jeremiah Ellison, “Estoy aquí en la zona sur, ayudando a la gente como puedo con leche, agua y toallas. Hasta ahora, no he podido evitar que la policía dispare indiscriminadamente a la multitud. Hace unos momentos puse una toalla en la cabeza de una adolescente que estaba sangrando.”
El miércoles por la noche se repitieron las manifestaciones y la misma represión policial. Esta vez grupos de manifestantes incendiaron varias tiendas y hubo saqueos en algunas. El jueves por la mañana continuaron los incendios y se produjeron concentraciones frente a la casa del agente que detuvo a Floyd y la del fiscal local. Las protestas se han repetido en otras ciudades como Memphis y Los Ángeles, donde se bloqueó una autopista.
Las fuerzas policiales no se emplearon con la misma contundencia cuando a finales de abril un nutrido grupo de seguidores de Donald Trump, armados con rifles de asalto, irrumpieron en la Cámara de representantes de Michigan, mientras estaba en sesión, para impedir que se aprobara una ley de medidas especiales para frenar el contagio de coronavirus. Todos salieron de allí contentos e ilesos. No hace falta decir que no eran negros, ni pobres.
Como siempre en estas situaciones, los políticos se dedican a hacer las rituales declaraciones públicas de condena por lo sucedido, hasta la vez próxima. El alcalde de Mineápolis, el demócrata Jacob Frey, se mostró muy consternado: “Lo que vimos es horrible, absoluta y declaradamente perturbador”. El miércoles el presidente Trump, con la floreada oratoria que le caracteriza, se limitó a decir que era un “suceso muy, muy triste”. Y el presidenciable demócata, Joseph Biden, se atrevió a declarar que la muerte de Floyd es “parte de un ciclo sistémico y engranado de injusticia que todavía existe en este país”. Hablar no cuesta y siempre se queda bien.
Más tibia se mostró en sus declaraciones la senadora de Minnesota, la también demócrata Amy Klobuchar, a la que Biden tentó para ir de vicepresidenta en las próximas elecciones. Habló de “policía implicado en tiroteo”, expresión que usa normalmente como eufemismo de "asesinato por la policía de un hombre desarmado", y que los grupos anti-violencia policial denominan “copaganda” (palabra compuesta de cop -policía- y propaganda).
La senadora Klobuchar pidió una “completa y exhaustiva investigación externa en lo ocurrido, y que los implicados en este incidente respondan por ello”. Pero es bastante improbable que esto ocurra, sobre todo si de ella dependiera, ya que, siendo fiscal jefe del Estado entre 1999 y 2007, se negó a procesar a más de dos docenas de agentes que habían matado a ciudadanos estando de servicio. Entre ellos estaba el propio Chauvin, el asesino de Floyd, que, como destacado y conocido miembro de la cofradía de los killercops, disparó mortalmente a Wayne Reyes en 2006 y después lo haría contra otros civiles.
Más clara y contundente, la presidenta de Comunidades Unidas Contra la Brutalidad Policial, Michelle Gross, ha dicho sobre la muerte de Floyd que “El hecho de que estos agentes estuviesen siendo grabados por testigos presenciales y aun así persistieran en su conducta lo dice todo sobre la cultura del Departamento de Policía de Menéapolis (…) Se sienten inmunes a cualquier clase de castigo. Creen que pueden salir indemnes”. Lo creen, lo saben y por eso dan rienda suelta a su sadismo.
Según los datos de la propia ciudad de Mineápolis, sólo en torno al 1 por ciento de las quejas elevadas contra agentes de policía desde 2012 han resultado en algún castigo disciplinario. Kevin Chauvin, a pesar de haber cometido varios homicidios, nunca ha sido castigado. Por el contrario, en 2017 un colega suyo afroamericano fue sentenciado por homicidio por haber disparado fatalmente a una mujer blanca, Justine Ruszczyk, a cuya familia se la indemnizó con $20 millones.
El asesinato de Floyd recuerda mucho al de Eric Gardner, el afroamericano que en 2014 vendía cigarrillos sueltos en una calle de Nueva York y fue por ello estrangulado hasta morir por el agente Mike Pantaleo, a pesar de que, como Floyd, usó su último aliento para suplicar: “I can't breath” (no puedo respirar). Pantaleo fue absuelto por un jurado y todavía, después de cinco años, se halla libre y sin cargos. La familia de Gardner ha sido indenmizada con $4 millones, que, como de costumbre, salen de los bolsillos de los contribuyentes.
Si, en el caso del agente Chauvin, todo quedara finalmente en un despido, sería otro castigo sumamente leve para un asesinato premeditado y a sangre fría, cuando en muchos Estados hay personas cumpliendo largas condenas de cárcel por simple tenencia de marihuana o por delitos no violentos. De estas está llena la prisión más grande del mundo, donde las cárceles privatizadas sacan suculentos beneficios por tener encerrada a una población de casi dos millones y medio, en su inmensa mayoría pobres.
La violencia policial, en todas partes donde se produce, se dirige invariablemente contra las clases subalternas. Es verdad que hay un claro componente racista por el cual la población no blanca sale peor parada. En Mineápolis, los propios datos policiales muestran que, mientras los afroamericanos componen el 18% de los habitantes de la ciudad, suponen casi la mitad de las personas a las que paró la policía, mientras que entre los blancos este porcentaje fue del 21%, cuando representan el 60% de los habitantes. Igualmente, el 62% de los cacheos y el 63% de los registros en coches se realizaron a personas negras. No obstante, casi todos ellos comparten la característica de ser trabajadores pobres.
Que no es un problema exclusivo de racismo lo demuestra el hecho de que también hay killercops negros que matan a negros, y blancos que matan a blancos; o que, en las protestas de estos días en Mineápolis se ha visto a trabajadores y jóvenes de todos los colores, que comparten la misma rabia y la misma determinación por poner fin al horripilante tratamiento policial que acabó con la vida de George Floyd.
Pero no creamos que este es un fenómeno exclusivo de Estados Unidos. En Europa occidental, otro supuesto faro de las libertades democráticas, estamos viendo cómo las fuerzas policiales están adoptando, cada vez de forma más generalizada, maneras muy similares. Aunque aún en menor medida, ocurre en Francia, en Reino Unido y está ocurriendo también en España. En medio de la crisis capitalista, la clase dominante necesita mantener a las clases subalternas sometidas y atemorizadas.
Recientemente, en Cataluña, hemos sido testigos de cómo cuatro mossos de'Esquadra -uno de ellos mujer- detenía y esposaba a una trabajadora dominicana cuando salía de su jornada de trabajo en uno de los hoteles medicalizados de Barcelona. Sin darle tiempo a que presentara el certificado de que trabajaba allí como limpiadora, no sólo la arrojaron al suelo violentamente y uno de ellos le hincó la rodilla sobre la cabeza, sino que también la insultaron espetándole “¿Tú eres doctora o una puta?”. Después, según la víctima ha denunciado, una vez en el furgón policial la llamaron “animal” y le propinaron un puñetazo en la cara.
Estos agentes, ellos y ellas, si por origen provienen de clase trabajadora, dejan de serlo en el momento que deciden colaborar con la clase dominante, ponerse de su lado y defender sus intereses frente a los explotados y oprimidos, aunque para ello tengan que insultar, humillar, torturar o matar. Eso los convierte en nuestros enemigos.
Racismo, sí; machismo, también; homofobia y transfobia no faltan, como la mostrada en Benidorm (Alicante) por un agente local que ya ha sido detenido por delito de odio; pero siempre como ingredientes necesarios a la represión de clase, que es el objetivo prioritario. Sólo la unión, la acción concertada, la solidaridad de nuestra clase por encima de diferencias de color, sexo o nacionalidad puede parar esta agresión.
Fuente; Tita Barahona
Fuente; Tita Barahona