viernes, 21 de enero de 2022

Lacras sociales. Cosme Paules






La prostitución es una de las peores lacras sociales conocidas, pero en una sociedad donde todo se vende, hasta la conciencias, ¿qué de particular tiene que también se venda el sexo y las caricias femeninas? Mientras el presente estado de cosas subsista, es perfectamente lógico que la prostitución, como una sombra fatídica más, entre tantas, nos acompañe por todos los caminos. Para combatirla con posibilidades de éxito es necesario cambiar, primero, el sistema que nos rige.

Vamos que, de vez en cuando, algunos espíritus vanamente subversivos, impacientes y poco profundos, llegan hasta indignarse y, sin recapacitar sobre la inutilidad de sus esfuerzos, arremeten en contra de la prostitución carnal: exigen una ley que la aplaste -como si las leyes sirviesen para aplastar algo, que no sea la libertad-, proponen el cierre inmediato de los establecimientos corruptivos y el encarcelamiento de las prostitutas. Pero nada, cuanto métodos se han puesto en práctica han caído al suelo flagelados por la recia mano de la realidad. Ella se ha defendido tenaz y ha resurgido con mayores bríos a la vida pública: vencedora e invencible mientras el Capitalismo y el Estado permanezcan.

¿Y cómo puede pretenderse eliminar el comercio de la carne y del deseo en una sociedad basada en la compra-venta de todo lo existente?

La mayoría de las prostitutas, en mayor o menor grado, han sido impulsadas a ejercer su triste negocio por la necesidad de vivir. Muy pocas -quizás ninguna- por el placer sensorial que produce el coito voluntariamente practicado. No es precisamente placer lo que busca ni lo que encuentra la mujer en el burdel, sino dinero con el que hacer frente a las necesidades impuestas por la nefasta organización social que sufrimos. No son ellas verdugas, sino víctimas. Y de las más dignas de lástima.

Hijas, por lo general, de la miseria, son inermes rebeldes que un día se atrevieron a enfrentarse contra el feroz andamiaje societario, quien les impulsó a elegir entre dos cosas a cuál más terrible y perniciosa: el hambre y múltiples fatigas o deshonra y vicio sin esperanza de regeneración. Esclavitud, en suma, en ambos casos. Es una situación bien dolorosa, pero no por ello menos real, que no ha cesado de causar víctimas hasta ahora y que las sigue causando.

Por lo demás, el negocio de la prostituta es para ella tan legítimo como cualquiera de los que a su vista se presentan. Ella es tan contribuyente del Estado como cualquier hijo de vecino, y una considerable fuente de ingresos para los puritanos: compra a ellos sus telas, sus pinturas de labios, sus polvos faciales y sus perfumes, sus alimentos y sus muebles, en fin, todo lo que necesita para vivir dentro del marco de sus actividades. Con la particularidad de que el mercader no tiene el menor escrúpulo en considerarla una “buena clienta”, siempre y cuando le pague al “contado rabioso”. En ese caso le sonríe y la requiebra con la mayor amabilidad, como si se tratase de la propia mujer de un colega cualquiera, de esas que pasan por ser -según el concepto de la Honorable Cámara de Comercio- poco menos que la virtud personificada. Por cierto, que el “honrado” comerciante no se desvive tan a gusto en cortesías cuando se trata de “servir” al honrado obrero de escasos recursos, por ejemplo, y cuyo gasto es pequeño, con la agravante de ser todavía menores sus posibilidades de cumplir sus compromisos económicos. Pero eso no significa nada. El honorable comerciante no hace más que cumplir debidamente con su “elevada misión de justicia social”, ya que todo el mundo piensa que el oro, por cualquier conducto que se reciba, siempre es de primerísima calidad. No importa que sea el producto palpable de la peor de las ignominias, nunca será más indecente que su propia vigencia. Y, en todo caso, si restasen reparos de conciencia, para eso están los sacerdotes que, en nombre de Galileo, por unas cuantas monedas venderán sus absoluciones.

En una sociedad donde toda clase de comercio legal es considerada como fuente de riqueza para la comunidad, el negocio de la prostituta no puede ser tachado de informal, ni de lo que se refiere a es punto, es tan moralizador como el que más. Y prueba de ello es que infinidad de leyes constitucionales tienen por objeto amparar la prostitución “reglamentada”, con el mismo respeto y eficacia que amparan al resto de la ciudadanía. Cierto. Se dirá que todo esto es lamentable, que no debería ser así; pero si queremos continuar siendo protegidos por el brazo paternal del Estado previsor, no nos queda más remedio que aceptarlo como es y no como desearíamos que fueses.

Pretender arrancar de raíz las bases de este inusitado comercio a que nos referimos, es ponerse frente a frente a la sociedad actual. Y nosotros no lo negamos; es necesario hacerlo, es necesario rebelarse contra todas las prostituciones habidas y por haber, se impone constituir una sociedad fraterna, donde nadie se vea obligado a vender su dignidad. En la actualidad no vale la pena preocuparse por la persecución de la trata de blancas. Eso esta bien para los periodistas folletinescos, no para quienes observan la vida y sufren la opresión que nos domina.

Todo este arduo problema es empeorado por el fanatismo de la Iglesia, chillan descocados en defensa de la virginidad y se esconden tras el panteón de sus doradas monedas. El Vaticano advierte que la prostitución es un problema demasiado palpable, pero sabe que eliminarla es eliminarse a sí mismo: romper las reglas de sus leyes divinas, destruir sus sagradas poltronas, sentir contra su rostro el azote oxigenado de la libertad.

Mientras haya ambición de dominio en el mundo, existirá la miseria y, junto a esta, la prostitución. Para combatir estas lacras es preciso esforzarse y superar la etapa estatal que nos acosa por todas partes. Entre tanto, la barca de la prostitución – en todas sus formas- navega a toda vela: los cabarets se multiplican, lo mismo que las genuflexiones diplomáticas. Grandes y chicos no encuentran nada mejor para su esparcimiento mental y corporal que esos establecimientos de lujuria: los palacios, las iglesias y los burdeles. El espíritu de los comerciantes anda arrastrándose por los suelos, sin pensar en reivindicación alguna momentánea: pisoteado en el cieno por las bestias de la coacción, hecho cisco por los poderosos de la tierra. Sólo la rebeldía le ofrece una salida. Avivemos la esencia de esta rebelión.

Ayer estuvimos en el cementerio. El imán misterioso de una concepción y de un efecto nos llevaron a él. Ya nos es familiar aquel recinto, en el que entramos graves y mudos ante la divisoria fatal que él representa.

Lacras sociales. Cosme Paules
Revista "Orto", nº 203