A las 21:35 del 15 de febrero de 2011 una mujer lee bajo el neón del Burger King páginas atrasadas de un periódico que han servido para envolver medio kilo de arenques o un cuarto de churros. Lee en voz alta, como si estuviera recitando, con acento del norte, y los transeúntes que pasan a su lado pueden oírla y ver que todas sus pertenencias caben en una bolsa mugrienta de Surfer Planet, y si se fijan y la observan comprobarán también que ejercita un habilidoso estrabismo que le permite vigilar las sobras de un diverking para hacerse con ellas sin dejar de leer su periódico pringoso antes de que las retire un empleado. La mujer tiene una edad indeterminada, entre treinta y sesenta años, piernas amorfas forradas con dos o tres pantalones de chándal que acaban en unos pies embutidos en unas zapatillas de paño casi nuevas -una donación reciente- y una cabeza teñida con el contenido de un cenicero de la estación de autobuses antes de la prohibición. La mujer, como otros muchos habitantes, lee la prensa antes de acostarse. Las noticias de lo que pasó en el mundo días atrás le hacen bien para conciliar el sueño y después de la lectura las páginas arrugadas le servirán para abrigarse un poco más. Habrá un bajón de la temperatura.
Para entonces, varias calles más arriba, otra mujer ya duerme bajo el techo de nailon negro de sus paraguas. Vive en una puerta coronada con el escudo del Gobierno de España flanqueado por dos carteles de la central de alarma a la que está conectado el edificio. Algo ha ocurrido en la cabeza de esta mujer, que ha pasado de la invisibilidad silenciosa a llamar la atención increpando a alguien que sólo ella ve. Las personas que cada mañana se abren paso camino del centro de salud con sus grandes sobres rojos con radiografías y ecografías no reparan en ella. El verano pasado alguien proveyó a la mujer de rotuladores Edding 3000 negros (2,28 euros) y empezó a escribir en cartones, pero nada de que si tengo hambre, que si estoy enferma, que si una ayuda por favor. No, nada de eso. Eran mensajes extraños, crípticos, indescifrables, que iban de su cabeza al cartón y los exhibía a todo el que pasaba. Un día estuvo enseñando un cartel que decía: Black Star Intermitencia del Agua Corriente.
La fragilidad de la salud mental de los sin hogar es máxima. El deterioro psíquico es un factor de alto riesgo, de cuya expansión alertan los especialistas. La soledad, la ausencia de expectativas, el desarraigo, un pasado cada vez más borroso y un futuro que se asemeja a una sala de espera vacía convierten el cerebro de estas personas en su órgano más vulnerable. Y además, a esa caída en picado hay que añadir, en muchos casos, el alcoholismo y las drogas. ¿Y cómo puede abastecerse alguien que duerme dentro del embalaje de cartón de un frigorífico de 1.299 euros? Entre los sin techo ya se extiende la prostitución de ambos géneros: las mujeres -amenazadas por la violencia machista- con los hombres que comparten con ellas un cajero o un arriate, y por lo que respecta a los varones hay todo un negocio al alza, el de los jóvenes chaperos. Los servicios sociales de la Junta han detectado un considerable aumento de la prostitución masculina en menores de 30 años que no tienen donde caerse muertos.
Y está la otra cara de este fenómeno al que se enfrentan los servicios sociales de las administraciones y los miembros de las organizaciones no gubernamentales que se afanan en acabar con el sinhogarismo, la Declaración Renton [personaje de Trainspotting]: "Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact-disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos unos trajes en una amplia gama de putos quejidos. Elige el bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá y ver teleconcursos que embotan la mente y explotan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura". Hay muchos Renton en la calle. No quieren nada de eso.
Hay personas sin techo que eligen los cartones, los cobertores donados, los cigarrillos y el termo de café de los voluntarios, algunas monedas que ni siquiera piden, un plato caliente y alguna ducha de vez en cuando en un centro de día, pero huyen de la disciplina rutinaria por la que se rige la vida de la mayoría. Se hace difícil convencerles de que eso no es forma de vivir. Por ejemplo, el hombre que se guarece cada noche de la humedad bajo uno de los puentes del río, del que sale trajeado todas las mañanas dispuesto a patearse la ciudad con toda libertad, a ver qué pasa. "Me he leído todo lo del peruano, el del Nobel -enseña un ejemplar gastado de La casa verde, editado por Argos Vergara (225 pesetas)-, pero ahora tengo que empezar con algo más raro, o con los rusos, los tengo olvidados", dice sin nombrar a ninguno. "Aunque lo que importa es esto", levanta la voz enarbolando páginas de la prensa económica, de color salmón.
Para entonces, varias calles más arriba, otra mujer ya duerme bajo el techo de nailon negro de sus paraguas. Vive en una puerta coronada con el escudo del Gobierno de España flanqueado por dos carteles de la central de alarma a la que está conectado el edificio. Algo ha ocurrido en la cabeza de esta mujer, que ha pasado de la invisibilidad silenciosa a llamar la atención increpando a alguien que sólo ella ve. Las personas que cada mañana se abren paso camino del centro de salud con sus grandes sobres rojos con radiografías y ecografías no reparan en ella. El verano pasado alguien proveyó a la mujer de rotuladores Edding 3000 negros (2,28 euros) y empezó a escribir en cartones, pero nada de que si tengo hambre, que si estoy enferma, que si una ayuda por favor. No, nada de eso. Eran mensajes extraños, crípticos, indescifrables, que iban de su cabeza al cartón y los exhibía a todo el que pasaba. Un día estuvo enseñando un cartel que decía: Black Star Intermitencia del Agua Corriente.
La fragilidad de la salud mental de los sin hogar es máxima. El deterioro psíquico es un factor de alto riesgo, de cuya expansión alertan los especialistas. La soledad, la ausencia de expectativas, el desarraigo, un pasado cada vez más borroso y un futuro que se asemeja a una sala de espera vacía convierten el cerebro de estas personas en su órgano más vulnerable. Y además, a esa caída en picado hay que añadir, en muchos casos, el alcoholismo y las drogas. ¿Y cómo puede abastecerse alguien que duerme dentro del embalaje de cartón de un frigorífico de 1.299 euros? Entre los sin techo ya se extiende la prostitución de ambos géneros: las mujeres -amenazadas por la violencia machista- con los hombres que comparten con ellas un cajero o un arriate, y por lo que respecta a los varones hay todo un negocio al alza, el de los jóvenes chaperos. Los servicios sociales de la Junta han detectado un considerable aumento de la prostitución masculina en menores de 30 años que no tienen donde caerse muertos.
Y está la otra cara de este fenómeno al que se enfrentan los servicios sociales de las administraciones y los miembros de las organizaciones no gubernamentales que se afanan en acabar con el sinhogarismo, la Declaración Renton [personaje de Trainspotting]: "Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact-disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos unos trajes en una amplia gama de putos quejidos. Elige el bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá y ver teleconcursos que embotan la mente y explotan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura". Hay muchos Renton en la calle. No quieren nada de eso.
Hay personas sin techo que eligen los cartones, los cobertores donados, los cigarrillos y el termo de café de los voluntarios, algunas monedas que ni siquiera piden, un plato caliente y alguna ducha de vez en cuando en un centro de día, pero huyen de la disciplina rutinaria por la que se rige la vida de la mayoría. Se hace difícil convencerles de que eso no es forma de vivir. Por ejemplo, el hombre que se guarece cada noche de la humedad bajo uno de los puentes del río, del que sale trajeado todas las mañanas dispuesto a patearse la ciudad con toda libertad, a ver qué pasa. "Me he leído todo lo del peruano, el del Nobel -enseña un ejemplar gastado de La casa verde, editado por Argos Vergara (225 pesetas)-, pero ahora tengo que empezar con algo más raro, o con los rusos, los tengo olvidados", dice sin nombrar a ninguno. "Aunque lo que importa es esto", levanta la voz enarbolando páginas de la prensa económica, de color salmón.