Vemos su figura inconfundible, triste, desgarbada, al contraluz de las llamas.
No suelen nombrarle.
Pasa de puntillas por las noticias, como un fantasma de cien metros de alto.
El eucalipto, siempre encuentra una excusa: un rayo, un pirómano, el calor, la sequía, el viento, la falta de prevención y de medios.
Familias de luto, viviendas quemadas, montes arrasados, paisajes perdidos, suelo erosionado.
Una fatalidad.
Silencio.
Y que siga el disparate.
¿Cuándo empezó todo?
En 1923.
¿Cómo?
Una compañía con sede en Portugal elabora pasta de papel a partir de la madera del Eucaliptus globulus por vez primera en el mundo. Lo que hasta entonces había sido una curiosidad botánica introducida desde las antípodas en los jardines europeos, se convierte de pronto en un recurso económico.
El eucalipto, que era un árbol hermosísimo cuando podía extender todas sus ramas indicando con su altura de lejos dónde estaba la casa en la que se daba, empieza, con su plantación por los montes a modo de cerillas en una caja, a esconder las viviendas, la gente, los caminos, las pistas, las aldeas, la fauna y la flora, sepultando a su paso todos los verdes originales del paisaje, y todo el colorido del otoño. Un sempiterno nubarrón grisáceo cubrió los montes.
Tienen las hojas del eucalipto forma de guadaña.
Si se miran al trasluz, se aprecian los puntitos traslúcidos que contienen las esencias que alimentan el fuego por su alta inflamabilidad.
Hojas coriáceas que saltan como chispas sembrando el incendio.
Las ramas, arden como la yesca.
Y de la corteza de los troncos, se desprenden unas lascas que vuelan con el humo y que propagan también el incendio.
Por eso dicen que el eucalipto no arde: explota.
Puede que sea el árbol que mejor arda de la Tierra.
Y con este árbol, alto como un edificio, la estamos recubriendo.
Veo eucaliptos y veo incultura, analfabetismo vegetal, profundo desamor al propio paisaje.
Codicia.
Incendios.
Desgracia.
Pobreza vital.
Insensatez.
Un disparate que nadie apaga.
No suelen nombrarle.
Pasa de puntillas por las noticias, como un fantasma de cien metros de alto.
El eucalipto, siempre encuentra una excusa: un rayo, un pirómano, el calor, la sequía, el viento, la falta de prevención y de medios.
Familias de luto, viviendas quemadas, montes arrasados, paisajes perdidos, suelo erosionado.
Una fatalidad.
Silencio.
Y que siga el disparate.
¿Cuándo empezó todo?
En 1923.
¿Cómo?
Una compañía con sede en Portugal elabora pasta de papel a partir de la madera del Eucaliptus globulus por vez primera en el mundo. Lo que hasta entonces había sido una curiosidad botánica introducida desde las antípodas en los jardines europeos, se convierte de pronto en un recurso económico.
El eucalipto, que era un árbol hermosísimo cuando podía extender todas sus ramas indicando con su altura de lejos dónde estaba la casa en la que se daba, empieza, con su plantación por los montes a modo de cerillas en una caja, a esconder las viviendas, la gente, los caminos, las pistas, las aldeas, la fauna y la flora, sepultando a su paso todos los verdes originales del paisaje, y todo el colorido del otoño. Un sempiterno nubarrón grisáceo cubrió los montes.
Tienen las hojas del eucalipto forma de guadaña.
Si se miran al trasluz, se aprecian los puntitos traslúcidos que contienen las esencias que alimentan el fuego por su alta inflamabilidad.
Hojas coriáceas que saltan como chispas sembrando el incendio.
Las ramas, arden como la yesca.
Y de la corteza de los troncos, se desprenden unas lascas que vuelan con el humo y que propagan también el incendio.
Por eso dicen que el eucalipto no arde: explota.
Puede que sea el árbol que mejor arda de la Tierra.
Y con este árbol, alto como un edificio, la estamos recubriendo.
Veo eucaliptos y veo incultura, analfabetismo vegetal, profundo desamor al propio paisaje.
Codicia.
Incendios.
Desgracia.
Pobreza vital.
Insensatez.
Un disparate que nadie apaga.
Artículo de Mónica Fernández-Aceytuno (extraído de la red)