El cambio climático ya no es un aviso, es una cruda realidad. Desde hace décadas el movimiento ecologista venía alarmando de las trágicas consecuencias de no poner fin al calentamiento global al que estamos sometiendo al planeta, nuestra casa común, a la que se ha cuarteado como si de un pastel se tratara para sacar de ella más beneficios de los que puede producir.
Evidentemente, el actual responsable del deterioro exponencial al que estamos sometiéndolo es el capitalismo voraz, llámese neoliberal, globalizado, economía de mercado o con cualquier otro adjetivo que quieran poner de moda para hacerlo más digerible. Cuando el sistema productivo se basa en obtener los máximos beneficios en el menor tiempo posible sin poner la vista en las consecuencias, se pasan por alto ya no sólo los derechos de la clase trabajadora, sino también los problemas medioambientales que alteran todos los ecosistemas, fomentan éxodos migratorios o contaminan el suelo, los mares y el agua potable, entre otros atropellos ecológicos.
Hecha esta crítica al capitalismo, aprovechada ahora por quienes vieron caer el muro de su modelo comunista autoritario para intentar apuntarse un tanto, debemos recriminarles también a estos que en pro de lo que llaman interés de Estado, bajo el sistema económico que defienden, se cometieron no pocos crímenes ecológicos. Ahí está la desecación del Mar de Aral, el accidente de Chernóbil, el hecho de que durante la guerra fría Checoslovaquia fuese el país más contaminado de Europa o el empecinamiento erróneo de la China maoísta por exterminar a los gorriones para conseguir más producción de grano. Mao TseTung sostenía que «el hombre debe derrotar a la naturaleza» y su obstinación provocó un desequilibrio ecológico que costó la muerte por hambruna a más de 30 millones de obedientes seguidores. Todo eso también ocurrió, sí, pero se escondía detrás del hermetismo habitual del comunismo estatista.
Duele pensar que ese modelo social al que aún hay quien aspira sea presentado como una alternativa a los desastres ecológicos del capitalismo, porque sólo cuando el control de la producción escapa de las manos de quienes la generan, que es a quienes nos interesa mantener un equilibrio ecológico respetuoso, se tiende a destruir el entorno. Sirva como ejemplo nuestros bosques comunales. En algunos, desde hace décadas no se produce ningún incendio, ya que son los mismos lugareños quienes gestionan el medio forestal del que subsisten. Un modelo que nos recuerda al de otras colectividades amazónicas a las que ahora se les expulsa después de incendiar la selva para producir soja con la que alimentar al mundo rico y al ganado. Así pues, puestos a hablar de respeto al medio ambiente, no deberíamos caer en la dicotomía que se nos tiende a presentar entre capitalismo o comunismo estatista, ambos anteponen su interés económico a la preservación medioambiental y sólo promoviendo una autogestión alejada del mercantilismo seremos capaces de respetar el entorno e ir tejiendo un modelo socioecológico.
Actualmente, el sometimiento de quienes nos gobiernan al poder económico hace que se legisle favoreciendo formas productivas contaminantes. De ahí que se estén generando serios problemas medioambientales, siendo seguramente el más acuciante, por los efectos que ya estamos padeciendo, el del cambio climático. Entre las consecuencias más conocidas está el aumento de la temperatura, provocado por la acumulación de gases contaminantes. Paulatinamente vemos cómo las olas de calor son más asfixiantes, cómo se derriten los glaciares, cómo aumenta el nivel del mar hasta el punto de tener que plantearse el traslado de ciudades tierra adentro, cómo desaparecen irreversiblemente numerosas especies, cómo se recrudecen los fenómenos meteorológicos extremos o cómo se reduce la producción de cosechas con las nefastas consecuencias que provoca.
Para el capitalismo, todo vale en su búsqueda del beneficio inmediato, aunque para ello tengan que transformar la vida en el planeta y el interés colectivo en dinero real, de plástico o virtual, con destino a paraísos fiscales. Un dinero del que se beneficiarán pocas manos. Ese es su manual: acumular riqueza fomentando una sociedad basada en hacer creer a quienes transformamos y producimos productos que la imagen que nos venden, la del consumismo, es nuestra meta. Nada más degradante ni denigrante para la clase obrera que esa sociedad competitiva, insolidaria e irracional.
En este modelo social de consumo, entre otras lindezas, no se puede ser feliz si no tienes vehículo propio o si no puedes presumir en las redes sociales de unas vacaciones transcontinentales y altamente contaminantes. Se aspira a que se subvencionen coches contaminantes y cuando se ha contribuido a agrandar el problema de la contaminación atmosférica se amenaza con sanciones si no se entregan para comprar otro que funcione con otro tipo de energía. Porque esa es otra, los desplazamientos en vehículo privado y alejados de los puestos de trabajo. ¿Hay algo menos ecológico?
Y que tengan que ponernos delante de las pantallas a una adolescente para que reclamemos más cumbres gubernamentales y desmovilizarnos! Basta de paros simbólicos y concentraciones en silencio a modo de misas-requiem por un planeta en destrucción. Cuando la conciencia de clase se ha perdido y se abandona la lucha para convertir una necesidad común en una jornada puntual y lúdica, al menos, que no desvirtúen el significado revolucionario de lo que es una huelga. Nuestra presencia en la manifestación, separado de tradicionales comparsas y enmarcada dentro de un bloque libertario, responde a la necesidad de denunciar que el respeto al planeta es incompatible con el consumismo capitalista y con el comunismo estatista.
Luchemos por un modelo socioecológico basado en la autogestión.
CNT Catalunya (AIT). Septiembre 2019