A Pedro Solsona no le interesaba la política. No era de izquierdas ni de derechas. Sus únicas preocupaciones eran la tierra que había heredado en Vistabella (Castellón), su mujer y sus cinco hijos. Vivían aislados. “Solo teníamos tres vecinos y las noticias eran lo que te contaran ellos”, relata Antonio, su hijo, de 65 años. La Guerra Civil quedaba lejos. “Casi ni la sentimos”. Terminada la contienda, siguieron con sus vidas: su tierra, sus gallinas… hasta una noche de julio de 1947, en que recibieron una visita inesperada.
“Eran una docena, armados hasta los dientes. Dijeron que eran maquis y pidieron comida. Mis padres les dieron patatas, pan, huevos… Volvieron cuatro o cinco veces más. Se preparaban la cena, la pagaban y se iban. Alguna vez durmieron en el pajar”, relata Antonio. Las cenas con los maquis llegaron a oídos de un hombre al que los Solsona no temían porque entonces todavía no habían oído hablar de él: el capitán Lobo.
“Maximiliano Lobo era el capitán de la comandancia de la Guardia Civil de Lucena. Se presentó en casa y dijo que se llevaba a mi padre detenido. También tenía al vecino, Manolo”. El barbero del pueblo fue el último en verlos con vida. “Fue a afeitar al cuartel y vio a mi padre con la cara desfigurada. Le habían torturado”, relata Antonio, entonces un bebé.
A los tres días, el capitán Lobo subió a Pedro y a Manolo a un camión para trasladarlos a la cárcel provincial. “Pero en medio del camino les dijeron que se bajaran y los mataron. Los dejaron allí tirados. El bus que baja a Castellón pasó por allí y gente que iba dentro reconoció a mi padre”.
El capitán Lobo llamó desde el pueblo más cercano a la comandancia para decir que había dejado dos cadáveres en el camino. Que los detenidos habían intentado escapar y los había matado. “Eso es lo que dice el atestado de la Guardia Civil, pero es mentira”, cuenta Antonio. “Un pastor y su hijo lo habían visto todo: cómo se paraba el camión y cómo les disparaban una ráfaga de tiros”.
La familia supo luego, cuando Pedro Solsona ya estaba muerto, que el motivo de la detención eran aquellas patatas, pan y huevos que habían dado a los maquis. Y entonces sí, empezaron a oír hablar del capitán Lobo. “Quería que todo el mundo le tuviera terror. Daba palizas sin motivo a los pastores, y a mitad de la paliza paraba a descansar y fumar un cigarro. ‘Yo no tengo prisa’, les decía. No era muy alto, ni muy fuerte, pero estaba lleno de odio”.
Mucha gente supo lo ocurrido el mismo día, porque los cuerpos pasaron varias horas en la carretera y los vieron. “Pero a mi madre tardaron un mes en comunicárselo. La llamaron al cuartel: ‘Su marido está muerto por colaborar con la guerrilla’. Eso fue todo”. Esta es la historia que Antonio relatará en el Supremo la semana que viene. Como tantos otros, no sabe dónde fueron a parar los restos de su padre.