El franquismo nos educó en la mediocridad y la cobardía política, y entre otros muchos males, heredamos una historia embrutecida y cargada de parcialidad a favor de los que fueran vencedores de una guerra civil y de un dictador que se autoproclamó Caudillo de España por la Gracia de Dios.
A modo de aclaración, y quizá también de información, por si alguno ya lo olvidó: Los casi cuarenta años que separan las fechas del 1 de abril de 1939 -día elegido oficialmente por los franquistas para dar por terminada la guerra civil- y la del 20 de noviembre de 1975 -día de la muerte de Franco- hubo en este país un sistema político dictatorial de corte fascista.
Durante ese período, además de otros horrores, la dictadura aplicó implacablemente con todos los medios a su alcance, su propio método propagandístico de exaltación al régimen y culto a la personalidad, sólo comparable al utilizado por la Alemania nazi, la Italia de Mussolini, o paradójicamente, el utilizado por el estalinismo en la antigua Unión Soviética y otros países de su órbita; propaganda, que cumplía un fin en sí misma: aterrorizar.
Llenaron el territorio español con toda la iconografía del régimen y del partido único, la Falange: la nomenclatura de calles y plazas de la mayor parte de las ciudades y pueblos, nos recordaba a diario los nombres de los vencedores militares y de los salvadores de la patria. El tétrico recordatorio de sus mártires, con la alegoría 'Caídos por Dios y por España', parapetados en las fachadas de muchas iglesias, o los monumentos en espacios públicos, dedicados exclusivamente a sus muertos, contribuían a crear un clima de confusión y terror en la sociedad, que en muchos casos se prolongaría hasta nuestros días.
A todo esto, cabe añadir el exterminio político del adversario, utilizando para ello la represión más brutal conocida hasta la fecha, como ejecuciones sumarísimas y desapariciones, sobre todo durante los años que precedieron al final de la guerra civil. También los miles de prisioneros políticos en cárceles o campos de concentración, donde muchísimos presos fueron obligados a trabajar bajo un régimen de esclavitud, en muchas obras civiles, o incluso en el siniestro mausoleo franquista del Valle de los Caídos, o el exilio forzoso para cientos de miles de españoles. En fin, un negro episodio de nuestro pasado, que no puede más que causar dolor y vergüenza a cualquier persona sensata y mas aún si se dice demócrata.
Hoy, treinta años después del final de la dictadura y en pleno siglo veintiuno, que la retirada de la simbología franquista y fascista de los espacios públicos sea cuestionada y puesta en entredicho por algunos fabricantes de opinión, de dudosa ideología, y políticos de formaciones de rancia herencia, que se otorgan la titularidad de más demócratas que nadie, es de un cinismo atroz. No me imagino yo monumentos similares en algún país europeo que también sufriera el embate del totalitarismo.
Por otro lado, comparar esta propaganda con monumentos de otras épocas históricas, me parece un eufemismo y un claro intento de echar tierra de por medio dando excusas infundadas con el objetivo de perpetuarlos, y al mismo tiempo continuar con la versión de la historia que la dictadura, no lo olvidemos, nos inculcó con mucho dolor como una verdad absoluta. Pero lo grave del asunto es que esta diatriba sólo conduce a dar más aliento a los que todavía continúan defendiendo posiciones revisionistas de la historia; negando el Holocausto o exculpando de cualquier responsabilidad a los que guerreaban a favor del nazismo y el fascismo, y a los que amparándose en estas tesis siguen justificando posturas ultraderechistas.
Sin embargo, y para concluir, dejen que les diga que con toda esta propaganda, y con la historia, no se debería emular a la escuela del antiguo régimen, es decir: ocultar, manipular, amañar. Que continúen quitando de nuestras calles toda esa propaganda fascista, pero que no la destruyan, que hagan con ella un museo, y lo llamen de los horrores si quieren o de la vergüenza, pero es necesario que las generaciones actuales y futuras tengan la información suficiente y sepan lo que tuvimos en este país hasta no hace demasiado tiempo y sirva como antídoto frente a la barbarie.
A modo de aclaración, y quizá también de información, por si alguno ya lo olvidó: Los casi cuarenta años que separan las fechas del 1 de abril de 1939 -día elegido oficialmente por los franquistas para dar por terminada la guerra civil- y la del 20 de noviembre de 1975 -día de la muerte de Franco- hubo en este país un sistema político dictatorial de corte fascista.
Durante ese período, además de otros horrores, la dictadura aplicó implacablemente con todos los medios a su alcance, su propio método propagandístico de exaltación al régimen y culto a la personalidad, sólo comparable al utilizado por la Alemania nazi, la Italia de Mussolini, o paradójicamente, el utilizado por el estalinismo en la antigua Unión Soviética y otros países de su órbita; propaganda, que cumplía un fin en sí misma: aterrorizar.
Llenaron el territorio español con toda la iconografía del régimen y del partido único, la Falange: la nomenclatura de calles y plazas de la mayor parte de las ciudades y pueblos, nos recordaba a diario los nombres de los vencedores militares y de los salvadores de la patria. El tétrico recordatorio de sus mártires, con la alegoría 'Caídos por Dios y por España', parapetados en las fachadas de muchas iglesias, o los monumentos en espacios públicos, dedicados exclusivamente a sus muertos, contribuían a crear un clima de confusión y terror en la sociedad, que en muchos casos se prolongaría hasta nuestros días.
A todo esto, cabe añadir el exterminio político del adversario, utilizando para ello la represión más brutal conocida hasta la fecha, como ejecuciones sumarísimas y desapariciones, sobre todo durante los años que precedieron al final de la guerra civil. También los miles de prisioneros políticos en cárceles o campos de concentración, donde muchísimos presos fueron obligados a trabajar bajo un régimen de esclavitud, en muchas obras civiles, o incluso en el siniestro mausoleo franquista del Valle de los Caídos, o el exilio forzoso para cientos de miles de españoles. En fin, un negro episodio de nuestro pasado, que no puede más que causar dolor y vergüenza a cualquier persona sensata y mas aún si se dice demócrata.
Hoy, treinta años después del final de la dictadura y en pleno siglo veintiuno, que la retirada de la simbología franquista y fascista de los espacios públicos sea cuestionada y puesta en entredicho por algunos fabricantes de opinión, de dudosa ideología, y políticos de formaciones de rancia herencia, que se otorgan la titularidad de más demócratas que nadie, es de un cinismo atroz. No me imagino yo monumentos similares en algún país europeo que también sufriera el embate del totalitarismo.
Por otro lado, comparar esta propaganda con monumentos de otras épocas históricas, me parece un eufemismo y un claro intento de echar tierra de por medio dando excusas infundadas con el objetivo de perpetuarlos, y al mismo tiempo continuar con la versión de la historia que la dictadura, no lo olvidemos, nos inculcó con mucho dolor como una verdad absoluta. Pero lo grave del asunto es que esta diatriba sólo conduce a dar más aliento a los que todavía continúan defendiendo posiciones revisionistas de la historia; negando el Holocausto o exculpando de cualquier responsabilidad a los que guerreaban a favor del nazismo y el fascismo, y a los que amparándose en estas tesis siguen justificando posturas ultraderechistas.
Sin embargo, y para concluir, dejen que les diga que con toda esta propaganda, y con la historia, no se debería emular a la escuela del antiguo régimen, es decir: ocultar, manipular, amañar. Que continúen quitando de nuestras calles toda esa propaganda fascista, pero que no la destruyan, que hagan con ella un museo, y lo llamen de los horrores si quieren o de la vergüenza, pero es necesario que las generaciones actuales y futuras tengan la información suficiente y sepan lo que tuvimos en este país hasta no hace demasiado tiempo y sirva como antídoto frente a la barbarie.