Después de cenar, en las noches cálidas del verano, en plazas surgidas de la nada, lugares que recuerdan al anfiteatro más pobre de las provincias romanas. Horas antes del espectáculo, un camión se tambalea al compás de un ruido tremebundo. Parece como si en su interior una bestia prehistórica pelease por salir.
Los golpes se suceden a la vera de una plaza en la que los niños juegan al fútbol. Los adolescentes y jóvenes se emborrachan, mientras el público se aposenta en las precarias gradas. Es así en la Comunidad Valenciana, en el bajo Aragón, y Tarragona. Es el rito popular más extendido después de los encierros y las vaquillas de borrachos. En el País Vasco, Madrid y Castilla La Mancha, entre otras comunidades, están prohibidos por crueles.
El camión entra en la plaza de Sant Carlos de la Rápita (Tarragona). Los mozos se arremolinan alrededor de una cuerda que enlaza el vehículo con un pilón de madera sujeto al suelo. Y así surge la bestia negra, disparada, excitada, un proyectil de sombras. La cuerda lo sujeta por el cuello. Es lanzado de frente contra el pilón. El animal, de alrededor de 500 kilos, lucha. Los mozos lo inmovilizan con la fuerza del grupo. Le instalan un artilugio metálico (de unos 50 centímetros de largo) en las astas. Gritos, alerta, uno de ellos lo coge por el rabo, el otro prende fuego a las mechas impregnadas de sustancias inflamables, cortan la cuerda… y todos corren hacia las jaulas. La bestia de fuego ha sido al fin liberada, como en una pesadilla medieval.
Según la localidad recibe un nombre: embolado, toro de fuego, o de ronda, como en Aragón. Sólo en Tarragona y la Comunidad Valenciana se celebrarán centenares de ritos estos meses. En cada pueblo, de uno a tres espectáculos al día. Existen dos modalidades: o en la plaza, o en calles, como un encierro. Es en Valencia y Castellón (provincia que contiene un mayor número) en donde afirman que son más exigentes con el animal. El grupo de emboladores de Amposta, campeones nacionales de esta modalidad, han llegado a hacer hasta siete emboladas en una noche.
Participan en concursos y exhibiciones. Y acuden hasta Valladolid, en donde gracias a las leyes de protección animal, “la embolada consiste en instalarle unas bombillas”, aseguran.
Su record está en realizar el procedimiento en 6’51 segundos. “Nosotros somos los principales defensores de las fiestas. Sé que estos animales no padecen ni física ni psicológicamente, el reglamento cambió hace unos años y ahora las bolas no gotean como ocurría antes, puedes comprobarlo, si pasas la mano, no te quemas”, explica Enrique Morales, jefe de cuadrilla.
El toro es como una antorcha móvil. Un aderezo pirotécnico lo deja confuso al sentir como de golpe la lluvia de chispas surge de sus cuernos. Son segundos de conmoción. Y entonces empiezan las carreras, los juegos, y la provocación. El público incita a los mozos para que hagan espectáculo. “Ves, ya se ha helado, ahora se quedará quieto y no correrá el animal”, espeta una mujer. “Mira que bien adornado va”, le dice un hombre de mediana edad a un niño.
“En el fondo lo que están haciendo es que un animal no preparado sufra un poderoso impacto, esto no es como una carrera de galgos, piensa que sólo con el impacto en el pilón, colocarle los armazones y encender las bolas le provocan gran sufrimiento”, explica el veterinario José Enrique Zaldívar.
Sin embargo, nadie parece que vea este sufrimiento. El toro corre tras los jóvenes. Quema la pantorrilla de los que se suben a las tarimas. Todo dura unos 20 minutos. Y regresa entonces tras el toro manso al corral. Hay casos denunciados de astas rotas, de simples vaquillas emboladas, y vídeos en los que se ve como sufre quemaduras, según los ecologistas. Dependerá siempre de la pericia de los emboladores. Dependerá de la suerte de un animal que como el humano no se adapta al infierno...