El hecho de que Dióscoro Galindo González, maestro de Pulianas (Granada), fusilado por los fascistas granadinos al comienzo de la Guerra Civil por defender la escuela popular y laica, compartiera verdugos y fosa con el poeta Federico García Lorca lo ha convertido en símbolo de miles de maestros, represaliados por el régimen de Franco. El magisterio fue uno de los colectivos más perseguidos por la represión franquista. Conocido como “el maestro cojo”, tras perder la pierna izquierda en un accidente, Dióscoro participó activamente en las llamadas misiones pedagógicas, destinadas a erradicar el analfabetismo, muy extendido entre la población rural. Y aquí se topó con la Iglesia, que utilizaba la escuela para adoctrinar a las jóvenes generaciones en la fe católica y garantizarse así el monopolio religioso del país.
Formado en la Institución Libre de Enseñanza, Dióscoro era un maestro humanista y solidario. Organizaba clases nocturnas para los alumnos que no podían ir al colegio porque debían ayudar a sus padres en las faenas agrícolas. Las familias con escasos recursos económicos apreciaban los gestos solidarios del maestro. Dióscoro contaba, además, con el apoyo de las familias liberales, porque impartía una educación laica. Sin embargo, no gozaba de las simpatías de los padres más conservadores, que expresaban su malestar por las enseñanzas que transmitía a sus hijos sobre igualdad, justicia social y libertad. Algunos padres llegaron, incluso, a retirar a sus hijos del colegio. El 20 de julio, día de la sublevación militar en Granada, Dióscoro Galindo era ya un hombre señalado por los falangistas de Pulianas como el maestro rojo. Varios pistoleros de la Falange lo detuvieron en su casa, a las dos de la madrugada del 18 de agosto de 1936, en medio del pánico familiar. Su hijo, Antonio Galindo, fue amenazado de muerte por intentar acompañarle al Gobierno Civil, donde Dióscoro coincidió con Federico García Lorca. Horas más tarde, maestro y poeta fueron llevados a La Colonia, un cortijo de Víznar convertido en antesala de la muerte. Allí compartieron sus últimas horas de vida, antes de ser paseados.
Resulta significativo que los franquistas condenaran a muerte a Dióscoro por “negar la existencia de Dios”. Ésa fue la principal acusación que hicieron contra el maestro en su expediente de depuración. Alguien dijo, y con razón, que la guerra la ganaron los curas y la perdieron los maestros.
En el lugar del crimen, junto al maestro y al poeta, hubo dos paseados más. Eran los anarquistas Francisco Galadí Melgar y Joaquín Arcollas Cabezas, muy conocidos en Granada, sobre todo en el mundo taurino, del que llegaron a ser afamados banderilleros.
Los dos sindicalistas eran de los llamados “hombres de acción” de la CNT-FAI que se entregaron en cuerpo y alma a defender los derechos de los trabajadores frente a una patronal despótica y prepotente que respondía con despidos ante cualquier reivindicación laboral. Galadí y Cabezas se unieron a la resistencia en el Albaicín para hacer frente a los militares golpistas. Tras la caída del popular barrio granadino, rompieron el cerco al que estaban sometidos, con intención de seguir combatiendo en defensa de la libertad. Antes de partir, Galadí quiso ver a su hijo y acudió a un encuentro secreto para despedirse del pequeño de 10 años. Sin embargo, alguien lo delató a los franquistas, que aprovecharon la oportunidad para detenerlo junto a Cabezas, su compañero inseparable en la lucha política y en el ruedo. Fueron azotados y golpeados en el centro de Granada, para escarmiento público, y llevados a Víznar para fusilarlos. El comandante Valdés, máximo responsable de la represión, les tenía especial odio por la rebeldía que siempre habían mostrado. Después de cometer el crimen, los falangistas registraron sus domicilios y quemaron la mayor parte de los documentos y recuerdos familiares. Apenas nos quedan un cartel taurino en el que son anunciados como banderilleros y unas fotos con capote y traje de luces. El nieto de Francisco Galadí está convencido de que su abuelo habría sido un torero célebre de haberse puesto del lado de los vencedores, pero quisieron borrar su memoria: “No lo han conseguido”.
Formado en la Institución Libre de Enseñanza, Dióscoro era un maestro humanista y solidario. Organizaba clases nocturnas para los alumnos que no podían ir al colegio porque debían ayudar a sus padres en las faenas agrícolas. Las familias con escasos recursos económicos apreciaban los gestos solidarios del maestro. Dióscoro contaba, además, con el apoyo de las familias liberales, porque impartía una educación laica. Sin embargo, no gozaba de las simpatías de los padres más conservadores, que expresaban su malestar por las enseñanzas que transmitía a sus hijos sobre igualdad, justicia social y libertad. Algunos padres llegaron, incluso, a retirar a sus hijos del colegio. El 20 de julio, día de la sublevación militar en Granada, Dióscoro Galindo era ya un hombre señalado por los falangistas de Pulianas como el maestro rojo. Varios pistoleros de la Falange lo detuvieron en su casa, a las dos de la madrugada del 18 de agosto de 1936, en medio del pánico familiar. Su hijo, Antonio Galindo, fue amenazado de muerte por intentar acompañarle al Gobierno Civil, donde Dióscoro coincidió con Federico García Lorca. Horas más tarde, maestro y poeta fueron llevados a La Colonia, un cortijo de Víznar convertido en antesala de la muerte. Allí compartieron sus últimas horas de vida, antes de ser paseados.
Resulta significativo que los franquistas condenaran a muerte a Dióscoro por “negar la existencia de Dios”. Ésa fue la principal acusación que hicieron contra el maestro en su expediente de depuración. Alguien dijo, y con razón, que la guerra la ganaron los curas y la perdieron los maestros.
En el lugar del crimen, junto al maestro y al poeta, hubo dos paseados más. Eran los anarquistas Francisco Galadí Melgar y Joaquín Arcollas Cabezas, muy conocidos en Granada, sobre todo en el mundo taurino, del que llegaron a ser afamados banderilleros.
Los dos sindicalistas eran de los llamados “hombres de acción” de la CNT-FAI que se entregaron en cuerpo y alma a defender los derechos de los trabajadores frente a una patronal despótica y prepotente que respondía con despidos ante cualquier reivindicación laboral. Galadí y Cabezas se unieron a la resistencia en el Albaicín para hacer frente a los militares golpistas. Tras la caída del popular barrio granadino, rompieron el cerco al que estaban sometidos, con intención de seguir combatiendo en defensa de la libertad. Antes de partir, Galadí quiso ver a su hijo y acudió a un encuentro secreto para despedirse del pequeño de 10 años. Sin embargo, alguien lo delató a los franquistas, que aprovecharon la oportunidad para detenerlo junto a Cabezas, su compañero inseparable en la lucha política y en el ruedo. Fueron azotados y golpeados en el centro de Granada, para escarmiento público, y llevados a Víznar para fusilarlos. El comandante Valdés, máximo responsable de la represión, les tenía especial odio por la rebeldía que siempre habían mostrado. Después de cometer el crimen, los falangistas registraron sus domicilios y quemaron la mayor parte de los documentos y recuerdos familiares. Apenas nos quedan un cartel taurino en el que son anunciados como banderilleros y unas fotos con capote y traje de luces. El nieto de Francisco Galadí está convencido de que su abuelo habría sido un torero célebre de haberse puesto del lado de los vencedores, pero quisieron borrar su memoria: “No lo han conseguido”.