Una familia decente cualquiera de un decente barrio cualquiera se levanta cada mañana para seguir con su historial intachable de moralidad. El padre de chaqueta y corbata entra a trabajar a las 8am, la madre trajeada a las 9:30am y su uniformada hija entra al colegio a las 9am. Los primeros descansan para un café unos veinte minutos a las 12am, su hija tiene recreo al aire libre a las 11:30am y tras media hora vuelve a su espacio cerrado. Salen todos a las 2:30am. Así las mañanas de un día, otro día y otro día. Casi la misma vida repetida en casi todos los hombres encorbatados, las mujeres trajeadas y las niñas uniformadas. Así es sencillo distinguir el bien del mal: bien vestidos, bien pensantes, buenos trabajadores, buenos compradores, ejemplares ciudadanos, decentes individuos superfluos.
Este es el totalitarismo 2.0: el que genera una masa que no se reconoce a sí misma, individuos atomizados bajo un pensamiento único pero con apariencia de libertad individual. Las diferencias controladas por el poder (vestir de rojo o de azul, trabajar de cajera o de barrendera, votar al PSOE o al PP, ver antena 3 o telecinco, ser católico o no, llevar a tu hijo/a la escuela pública o a la concertada…) tienen tanta relevancia que construimos una serie de identidades en torno a ellas, son profundas discrepancias entre unos y otros lo cual da apariencia de libertad de decisión y de opinión apareciendo el Estado como el salvador de ese caos que se generaría si cada uno quisiera realizar su libertad individual. Más allá de eso, las diferencias están eliminadas. El poder elimina de su discurso aquello que de plano no le conviene: tiene sentido votar al PP o a IU pero no tiene para nada sentido creer en una utopía imposible como el anarquismo. Nos adherimos en un bando u otro de las discusiones que nos muestran por televisión, pero no solemos analizar cómo las discrepancias controladas pueden ser una forma de impedir otras más profundas. En las luchas a favor de la enseñanza pública no se plantea que se lucha en favor de una enseñanza en los valores del sistema y que quizá sea mejor construir una fuera de los márgenes del Estado, por ejemplo. Se podría decir que estas discusiones incluso se fomentan siempre que sean dentro de estos parámetros estatales; poco le importa al gobierno legislar o no sobre el aborto, como poco le importa los movimientos a favor o en contra mientras que sean movimientos que le pidan a él las soluciones no creando formas paralelas para lograr gestionar de una manera real nuestras vidas.
Cada uno de nosotros está sometido a distintos mecanismos de poder aparte de los ya bien conocidos que podemos representar de forma exterior a nosotros como puede ser la figura del empresario que nos roba nuestro tiempo, nuestro trabajo y nuestra vida. Hay todo un poder enraizado en nuestras prácticas cotidianas, en nuestro cuerpo y en nuestro modo de pensar que nos hace seres dominados y, hasta cierto punto, seres dominantes con el resto. Este poder simbólico nos presenta toda una serie de roles en los que encajamos nuestra vida desde que somos pequeños/as, en los que nos hacen encajar. Es una educación y un acostumbramiento a la sumisión, a la obediencia. El libre obrar de cada uno queda desde pequeños violentado, sujeto a consideraciones externas de bienestar que miran por nosotros. Así, esta persona a la que no se permite obrar libremente queda totalmente enajenada, enajenada, entre otras cosas, de su capacidad de crear, sujeta a la inercia que se le ha impuesto. Es ése trabajador/a que legitima al sistema, como parte del sistema que ha asumido profundamente la obediencia, porque lo más hábil de esta dominación invisible es no mostrarse como tal. Esta construcción del individuo superfluo, maleable, se asienta sobre criterios de bienestar, de lo que es mejor para el propio individuo haciendo parecer que se elige libremente la obediencia.
Más allá de los contenidos, del discurso, que podemos analizar y criticar, se encuentra toda una forma específica de gestionar los cuerpos que ni se ve ni se toca ni se piensa. La distribución de los horarios y de los espacios, por ejemplo, en una escuela, son ejemplo de ello. Cada hora de clase está prefijada, así como la del recreo, las primeras son en espacios cerrados y el segundo en un espacio abierto, las aulas se distribuyen mirando al profesor, que para eso es la autoridad, el único que tiene algo interesante que decir. Todo esto se hace con criterios de eficiencia y bienestar: las clases se dan en un lugar cerrado para evitar fáciles distracciones, las horas están previamente fijadas para que el niño reciba todo el conocimiento que necesita de cada una de las materias. Los mismos criterios de eficiencia que se siguen en una cárcel: al patio se sale en grupos pequeños para que no haya peleas, el espacio está distribuido de forma que la vigilancia sea total para evitar altercados. La eficiencia en el caso del preso y del niño se mide de la misma forma: que no hagan ruido, que no haya altercados, que sean el modelo de individuo que encaja en la sociedad sin dar problemas. La persona se ve deshumanizada, reducida a carne que llevar y traer, que medir. Es la misma eficiencia que le separación por sexos para conseguir que se asuman unos roles de mujer y unos roles de hombre que nos esclavizan, es la misma eficiencia que esa separación entre zona y hora de trabajo y zona y hora de ocio que nos permite ser válidos para el sistema capitalista en vez de para nosotros mismos sin caer en la locura. No hay mayor domesticación que la de un cuerpo que no habla, que no piensa, que no siente fuera de cuando y como le han dicho que es aceptable. Para conseguirlo, es mejor simplemente tratar a dicho objeto, este cuerpo-recipiente en el que se ha convertido a la persona, como tal, premiando la obediencia y castigando la rebeldía, y luego intentar llenarlo con los contenidos. Un niño domesticado asumirá mucho mejor la gran historia de una gran España que uno que sea rebelde: el primero aceptará lo que le dice aquél profesor que premia su cosificación, el segundo rechazará casi todo de aquél que le castiga. El primero, en líneas generales, ni se planteará no seguir estudiando cuando los estudios ya no sean obligatorios y no sólo porque está concienciado en que debe “labrarse un futuro” sino porque no tiene la capacidad de sentirse dominado en la escuela, instituto o universidad estatal.
Una vez encontramos a este individuo domesticado es muy fácil generalizar el pensamiento único y es muy fácil defender que no es una imposición. El niño ha decidido ir a la universidad, el trabajador ha firmado libremente un contrato con el empresario, cada persona elige libremente su opción política, etc. Pero no se puede hablar de decisión cuando se ha eliminado la capacidad de decidir, no se puede hablar de libertad cuando han intentado eliminar por todos los medios nuestra capacidad de obrar libremente midiendo y prefigurando cada uno de nuestros pasos. Cuando firmamos un contrato laboral no se trata solo de la violencia económica, de que no hay libertad porque, quizá, sin él no podremos sobrevivir, se trata también de que sabemos que lo tenemos que hacer e incluso podemos llegar a pensar firmemente que lo hacemos con libertad.
Éste es el sistema totalitario en el que vivimos: el que alaba al individuo que él ha generado colgándose medallas por mantener su libertad, el que pantalliza el mundo con su discurso único, el que castiga, tortura, encarcela y asesina a los/as que buscan su libertad real.
El sistema destruye nuestra conciencia, nos hace esclavos de nosotros mismos sin reconocernos como tales y censores y opresores del resto de oprimidos. No han dejado de existir los oprimidos y los opresores porque sólo unos pocos nos reconozcamos como tales, no han dejado de existir porque veamos que las redes de dominación son más complejas: las herramientas del poder, también las que crean un discurso que nos inserta en redes de autodominación y dominación hacia otros, también el que nos cosifica para dificultarnos ser conscientes de que asumimos dichas redes, sigue estando en manos de unos pocos, de la clase dominante. Esto no nos justifica, debemos analizar nuestra situación en la sociedad, nuestras relaciones autoritarias con los demás y las autoimposiciones que nos hacemos, dinamitarnos como herramientas de sistema y recuperar nuestra vida. Hemos estado construyendo un mundo, unas escuelas, unas cárceles, unas fábricas, una vida para nosotros mismos que no nos pertenece, que nos encarcela sin ser formalmente presos. Pero al igual que este mundo lo hemos construido como esclavos para el beneficio de otros, podemos construir un mundo nuevo para nosotros mismos.
La anarquía libera cuerpos y mentes. Por el comunismo libertario.
Grupo anarquista Heliogábalo