Hace ahora cien años, el 27 de septiembre de 1907, moría Fermín Salvochea y Álvarez en su casa de Cádiz. Se había roto la espalda al caer de la mesa en la que dormía: lo había regalado todo, hasta su cama, a los que tenían menos que él.
Fue demócrata, luego republicano federal, internacionalista y al fin anarquista.
Fue alcalde de Cádiz.
Durante sus 65 años de vida luchó por la democracia, defendió los derechos de los obreros y de los humildes, arremetió contra los ejércitos y promovió la educación, la ciencia y la cultura para todos. Y lo hizo en la inquieta Cádiz de finales del siglo XIX.
Fue un ejemplo de coherencia y de entrega a sus ideales. Ello le supuso pasar en la cárcel casi veinte años a lo largo de su vida.
Fue, en muchos aspectos, un precursor de libertades y derechos que hoy nos hemos acostumbrado a disfrutar como habituales, pero que ha costado muchas vidas y esfuerzos conseguir. Emprendió en su ciudad un programa de reformas que aún hoy resultan sorprendentes para cualquier mentalidad progresista:
Estableció la jornada máxima de ocho horas para los obreros y aumentó sus salarios mínimos. Prohibió los impuestos sobre los productos elementales de consumo, como pan y jabón. Eliminó el servicio militar forzoso. Estableció la enseñanza gratuita para todos y convirtió edificios ruinosos en ateneos obreros. En nombre de la libertad religiosa individual, prohibió los signos externos de ostentación de toda religión, y por tanto, se enfrentó a la Iglesia católica, prohibiendo la enseñanza a los colegios religiosos, retirando de las calles los signos externos de su fe, declarando civil el cementerio o cambiando los nombres religiosos de calles y escuelas por los de literatos, científicos o descubridores.
Fue demócrata, luego republicano federal, internacionalista y al fin anarquista.
Fue alcalde de Cádiz.
Durante sus 65 años de vida luchó por la democracia, defendió los derechos de los obreros y de los humildes, arremetió contra los ejércitos y promovió la educación, la ciencia y la cultura para todos. Y lo hizo en la inquieta Cádiz de finales del siglo XIX.
Fue un ejemplo de coherencia y de entrega a sus ideales. Ello le supuso pasar en la cárcel casi veinte años a lo largo de su vida.
Fue, en muchos aspectos, un precursor de libertades y derechos que hoy nos hemos acostumbrado a disfrutar como habituales, pero que ha costado muchas vidas y esfuerzos conseguir. Emprendió en su ciudad un programa de reformas que aún hoy resultan sorprendentes para cualquier mentalidad progresista:
Estableció la jornada máxima de ocho horas para los obreros y aumentó sus salarios mínimos. Prohibió los impuestos sobre los productos elementales de consumo, como pan y jabón. Eliminó el servicio militar forzoso. Estableció la enseñanza gratuita para todos y convirtió edificios ruinosos en ateneos obreros. En nombre de la libertad religiosa individual, prohibió los signos externos de ostentación de toda religión, y por tanto, se enfrentó a la Iglesia católica, prohibiendo la enseñanza a los colegios religiosos, retirando de las calles los signos externos de su fe, declarando civil el cementerio o cambiando los nombres religiosos de calles y escuelas por los de literatos, científicos o descubridores.