El trabajo es, bajo el capitalismo y el patriarcado, una de las mayores paradojas a las que se enfrentan los seres humanos. Es sinónimo de esclavitud y de seguridad, de reconocimiento social y satisfacción profesional pero también de opresión. No tenerlo es uno de los mayores infortunios, que mueve a masas de personas a enfrentar enormes peligros atravesando fronteras y mares; tenerlo puede ser una condena a cadena perpetua.
Si para todos los ‘trabajadores’ el trabajo es esa encrucijada, lo es más para las mujeres, que han desarrollado durante siglos penosas labores sin paga y sin reconocimiento alguno, y a las que se las incita a trabajar, como si nunca lo hubieran hecho, como única salida para su emancipación.
El problema a la hora de pensar en el trabajo es que el discurso social imperante en la actualidad está lleno de medias verdades o, directamente, de falsedades interesadas: no es verdad que el trabajo asalariado libere. Los obreros que nos precedieron lo sabían bien, pero muchos de nosotros lo hemos olvidado. Vender el tiempo de nuestra vida y ser explotados en grandes ciudades, de lunes a viernes, de septiembre a julio, nos obliga a soportar niveles de tensión y de infelicidad que encubrimos con cervezas, con pastillas, con el consumo de aparatos sin sentido, o publicando en redes imágenes falsas de nuestra vida para proyectar la idea de que, como en los anuncios, somos felices.
El periódico ABC tenía el cuajo de publicar, hace unas semanas, un titular que ilumina bien la clase de hipocresía social de la que hablo: decía que unos padres habían ‘decidido’ dormir en el coche para ahorrar dinero y poder pagar un tratamiento médico a uno de sus hijos. La desfachatez del redactor que escribió ese titular nos salta a la vista, acostumbrados como estamos a disfrutar (aún) de tratamientos médicos universales. Así de libre es el trabajo al que podemos acceder la mayoría de nosotros, pero ya nos hemos olvidado de que es posible organizar las cosas de otra manera, resignados a la larga noche de las horas extraordinarias.
Llegamos, pues, a la primera mentira capitalista: el trabajo asalariado no libera, encadena. Ya sabemos que ‘más cornás da el hambre’, pero caer en la trampa de pensar que subsistir es vivir sería lo mismo que asumir que es cierto que hay familias que ‘deciden’ vivir en coches, como si tuvieran alternativa.
La hipocresía del discurso social sobre el trabajo tiene otra vuelta de tuerca en el caso de las mujeres: el feminismo estatal nos dice que la “incorporación de la mujer al trabajo” es un hecho reciente, producto de una larga lucha, que debemos acoger con entusiasmo. Ya decía Emma Goldman que las mujeres íbamos a tener que emanciparnos de nuestra emancipación.
Este discurso oficial sobre el acceso de la mujer a empleos da por bueno que todo el trabajo de cuidados y de reproducción de la vida humana que hemos desarrollado las mujeres durante la larga historia del mundo no existe. También considera universal y atemporal la experiencia de las mujeres de la burguesía, que fueron recluidas en las casas y convertidas en el ‘ángel del hogar’, ignorando que las mujeres proletarias han trabajado siempre, por salarios de miseria, en fábricas, como nodrizas, como lavanderas, como costureras, o jornaleras.
Es cierto que las mujeres, también las de clase obrera, fueron ‘arreadas’ poco a poco por el Estado hacia el interior de los hogares. En España esto ocurrió sobre todo bajo el franquismo, durante el largo éxodo del campo a las ciudades, con una política pronatalista y de apoyo al salario familiar que creó un sinfín de amas de casa obreras, ahorradoras y obedientes. Fue una delas claves para desmontar la antigua lucha obrera y hacer el tránsito de la barricada a la barriada.
Esta organización cerró completamente el círculo de la división sexual del trabajo: ellas, dedicadas a ‘sus labores’, y a conseguir que los niños fueran limpios a la escuela y no alborotaran cuando llegara el padre; ellos, obedientes al patrón pero amos y señores en sus casas. Y cuando la sociedad de consumo de masas hizo necesario ampliar la base de consumidores y multiplicar al infinito las falsas necesidades, de pronto fue mejor que las abnegadas madres fuesen mujeres liberadas con trabajo. El ama de casa fue denigrada, convertida en la risible ‘maruja’, y los niños desaparecieron de la ecuación; que los cuiden las abuelas, las escuelas con monitores mal pagadas, o que los aparquen delante de la tele. Es loque tiene haber sido siempre un trabajo sin importancia.
De forma que nos encontramos con una organización social que finge que los niños y los viejos se cuidan solos, o son una tarea marginal y menor: es mucho más importante, dónde vas a parar, darle patadas a un balón, un juego que mueve millones y crea millonarios, mientras las tareas indispensables para el sostenimiento de la vida se cubren con salarios de miseria. Del mismo modo, los trabajos de ‘cuello blanco’, que no sirven para nada útil o que directamente empeoran la vida comunitaria, están bien pagados y tienen prestigio social, mientras los indispensables, desde cultivar la comida a limpiar las calles, carecen de valor social.
Frente a este sinsentido, reivindicamos un trabajo humano que cubra necesidades reales, que sirva para expresar la creatividad y desarrollar las capacidades personales y que sitúe como prioridad el cuidado de la vida y no la acumulación avariciosa de dinero.