Con cierta frecuencia nos preguntan nuevos afiliados que proceden o simpatizan con los partidos de izquierdas, por nuestra postura en relación a los partidos políticos. Intentamos explicarles porque optamos por el anarcosindicalismo. No solo son ideas si no formas organizativas. Los anhelos, cuando hablamos, muchas veces parecen los mismos, pero los caminos son bien distintos. Escogemos a Rudolf Rocker para explicar mejor el porqué de esta herramienta y porqué seguimos pensando que los fines no justifican cualquier medio.
La palabra «sindicato de trabajadores» significaba al principio en Francia organización por ramos de la industria, para el mejoramiento de su status social y económico. Pero el crecimiento del sindicalismo revolucionario dio a este significado una importancia mucho más amplia y profunda. Tal como un partido es, por así decirlo, la organización unificada para un esfuerzo político determinado dentro del moderno Estado constitucional, y procura, en una u otra forma, mantener el orden burgués, así también, desde el punto de vista sindicalista, las uniones de trabajo, los sindicatos, constituyen la organización obrera unificada, y tienen por objeto la defensa de los intereses de los productores dentro de la sociedad presente y la preparación y el fomento práctico de la reedificación de la vida social según las normas socialistas. Tiene, por consiguiente, una doble finalidad:
1º Como organización militante de los trabajadores contra los patronos, dar fuerza a las demandas de los primeros para asegurar la elevación de su promedio de vida.
2º Como escuela para la preparación intelectual de los obreros, capacitarlos para la dirección técnica de la producción y de la vida económica en general, de suerte que, cuando se produzca una situación revolucionaria, sean aptos para tomar por sí mismos el organismo socioeconómico y rehacerlo en concordancia con los principios socialistas.
Opinan los anarcosindicalistas que los partidos políticos, aunque ostenten nombres socialistas, no son adecuados para cumplir ninguna de dichas tareas. Así lo atestigua el mero hecho de que, incluso en países en que el socialismo político dirigió poderosas organizaciones y contaba con millones de votos, los trabajadores nunca pudieron prescindir de los sindicatos, ya que la legislación no les ofrecía protección en su lucha diaria por el pan. Con frecuencia ha ocurrido que precisamente en las zonas del país donde el partido socialista tenía mayor fuerza, era donde los jornales estaban más bajos y la vida en peores condiciones. Tal ocurrió, por ejemplo, en los distritos del norte de Francia, donde los socialistas estaban en mayoría en muchos Ayuntamientos, y en Sajonia y Silesia, donde la socialdemocracia alemana había llegado a tener infinidad de afiliados.
Los Gobiernos ni los Parlamentos apenas se deciden a tomar medidas de reforma social o económica por propia iniciativa, y cuando por acaso así ha sucedido, la experiencia demuestra que las supuestas mejoras han sido letra muerta en medio de la balumba superflua de leyes. Así fue como las modestas tentativas del Parlamento británico, en la primera época de la gran industria, cuando los legisladores, atemorizados por los horrorosos efectos de la explotación de los niños, se decidió por fin a procurar algunos remedios triviales, tales disposiciones carecieron durante mucho tiempo de aplicación. Por una parte caían en la incomprensión de los mismos trabajadores; por otra, fueron saboteadas descaradamente por los patronos. Lo mismo ocurrió con la conocida ley italiana que el Gobierno hizo votar a mediados de 1890, prohibiendo que las mujeres que trabajaban en las minas de azufre de Sicilia bajasen sus niñitos a las galerías subterráneas. Hasta mucho más tarde, cuando aquellas mujeres lograron organizarse y elevar su nivel de vida, no desapareció el mal por sí mismo. Casos parecidos podrían citarse muchos, tomados de la historia de todos los países.
Pero incluso la autorización legal de una reforma no ofrece garantía de permanencia, a no ser que fuera del Parlamento haya masas militantes dispuestas a defenderla contra todos los ataques. Así, los propietarios de las fábricas de Inglaterra, a pesar de la aprobación del proyecto de ley de la jornada de diez horas, en 1848, se valieron poco después de una crisis industrial para obligar a los obreros a laborar once horas y aun doce al día. Cuando los inspectores de industrias procedieron legalmente, no sólo fueron absueltos los acusados, sino que el Gobierno insinuó a los inspectores que no era cosa de ceñirse demasiado a la letra de la ley, de manera que los trabajadores, después que sus reivindicaciones parecía que habían cobrado alguna vida, se vieron en el caso de tener que comenzar desde el principio, por su cuenta, la campaña en defensa de la jornada de diez horas. Entre las pocas reformas que la revolución de noviembre de 1918 otorgó a los obreros alemanes, la más importante era la de la jornada de ocho horas. Pero les fue arrebatada a los trabajadores por los patronos en casi todas las industrias, a despecho de figurar tal medida en los estatutos de trabajo, de acuerdo con la misma Constitución de Weimar.
Mas si los partidos políticos son absolutamente incapaces de procurar la más insignificante mejora de las condiciones de vida de las clases laboriosas dentro de la sociedad actual, son mucho más incapaces todavía de emprender la estructuración orgánica desde una comunidad socialista, ni de prepararle el terreno, pues se hallan completamente desprovistos de lo más indispensable para tal cometido. Rusia y Alemania han dado suficientes pruebas ello.
La punta de lanza del movimiento obrero no es, por consiguiente, el partido político, sino el sindicato, endurecido en la lucha cotidiana y penetrado de espíritu socialista. Los obreros, únicamente pueden desplegar toda su fuerza situándose en el terreno económico, pues es su actividad como productores lo que mantiene unida la estructura social y garantiza en absoluto la misma existencia de la sociedad. En cualquier otro plano se hallarán pisando terreno ajeno y malgastarán sus esfuerzos en luchas sin esperanza, que no les aproximarán en un ápice a la meta de sus anhelos. En el campo de la política parlamentaria el obrero es como el gigante Antes del mito griego, al que Hércules pudo estrangular en el aire, una vez separados sus pies de la Tierra, que era su madre. ÃÅ¡nicamente como productor y creador de riqueza social el obrero se percata de su fuerza; en unión solidaria con sus compañeros, establece en el sindicato la guerrilla invencible capaz de resistir contra todo asalto, si se siente inflamada por el espíritu de libertad y animada por el ideal de la justicia entre los hombres.
Para los anarcosindicalistas, el sindicato no es simplemente un fenómeno de transición, tan efímero como la sociedad capitalista, sino que entraña el germen de la economía socialista del mañana, y es la escuela primaria del socialismo en general. Toda nueva estructura social forma órganos propios dentro del cuerpo de la vieja organización. Sin este comienzo, no cabe pensar en evolución social ninguna. Las mismas revoluciones no pueden hacer otra cosa sino desarrollar y sazonar la simiente que ya existía y que germinaba en la conciencia humana; no pueden crear por sí mismas ese germen, ni plasmar un mundo nuevo de la nada. Por consiguiente nos toca sembrar esa semilla a tiempo y hacer que se desarrolle cuanto más mejor, con objeto de facilitar la futura obra de la revolución y darle garantías de permanencia.
Toda la obra educativa del anarcosindicalismo se encamina a este fin. La educación socialista no significa para los anarcosindicalistas triviales campañas de propaganda ni la llamada «política del momento», sino el esfuerzo para que los obreros vean con más claridad las relaciones intrínsecas de los problemas sociales entre sí, y el desarrollo de su capacidad administradora, con objeto de prepararles para su misión de reformadores de la vida económica, y darles la seguridad moral necesaria para realizar su obra. No hay entidad social más apropiada para esta finalidad que la organización de lucha económica de los trabajadores; endurece su resistencia en el combate directo por la defensa de su existencia y de sus derechos humanos. Esta pelea directa y constante con los defensores del presente sistema, desarrolla al mismo tiempo los conceptos éticos sin los cuales no es posible ninguna transformación social: solidaridad vital con los compañeros de destino, y responsabilidad moral de las propias acciones.
Precisamente porque la obra educativa de los anarcosindicalistas se encamina al desarrollo del pensamiento y la acción libre, son declarados adversarios de todas las tendencias centralizadoras tan características de los partidos socialistas políticos. Pero el centralismo, esa organización artificial que se manifiesta en sentido de arriba abajo y que pone los asuntos de todos los individuos, en masa, a disposición de una pequeña minoría, es indefectiblemente asistido por una estéril rutina y aplasta toda convicción individual, mata todas las iniciativas personales por medio de una disciplina sin alma y de una fosilización burocrática, impidiendo toda acción independiente. La organización del anarcosindicalismo se funda en los principios del federalismo, en la libre correlación establecida de abajo arriba, poniendo por encima de todo el derecho de autodeterminación de cada miembro, y reconociendo tan sólo el acuerdo orgánico entre todos basándose en intereses semejantes y de convicciones comunes .
Rudolf Rocker
Extraído de la web de la CNT-AIT de Betanzos
La palabra «sindicato de trabajadores» significaba al principio en Francia organización por ramos de la industria, para el mejoramiento de su status social y económico. Pero el crecimiento del sindicalismo revolucionario dio a este significado una importancia mucho más amplia y profunda. Tal como un partido es, por así decirlo, la organización unificada para un esfuerzo político determinado dentro del moderno Estado constitucional, y procura, en una u otra forma, mantener el orden burgués, así también, desde el punto de vista sindicalista, las uniones de trabajo, los sindicatos, constituyen la organización obrera unificada, y tienen por objeto la defensa de los intereses de los productores dentro de la sociedad presente y la preparación y el fomento práctico de la reedificación de la vida social según las normas socialistas. Tiene, por consiguiente, una doble finalidad:
1º Como organización militante de los trabajadores contra los patronos, dar fuerza a las demandas de los primeros para asegurar la elevación de su promedio de vida.
2º Como escuela para la preparación intelectual de los obreros, capacitarlos para la dirección técnica de la producción y de la vida económica en general, de suerte que, cuando se produzca una situación revolucionaria, sean aptos para tomar por sí mismos el organismo socioeconómico y rehacerlo en concordancia con los principios socialistas.
Opinan los anarcosindicalistas que los partidos políticos, aunque ostenten nombres socialistas, no son adecuados para cumplir ninguna de dichas tareas. Así lo atestigua el mero hecho de que, incluso en países en que el socialismo político dirigió poderosas organizaciones y contaba con millones de votos, los trabajadores nunca pudieron prescindir de los sindicatos, ya que la legislación no les ofrecía protección en su lucha diaria por el pan. Con frecuencia ha ocurrido que precisamente en las zonas del país donde el partido socialista tenía mayor fuerza, era donde los jornales estaban más bajos y la vida en peores condiciones. Tal ocurrió, por ejemplo, en los distritos del norte de Francia, donde los socialistas estaban en mayoría en muchos Ayuntamientos, y en Sajonia y Silesia, donde la socialdemocracia alemana había llegado a tener infinidad de afiliados.
Los Gobiernos ni los Parlamentos apenas se deciden a tomar medidas de reforma social o económica por propia iniciativa, y cuando por acaso así ha sucedido, la experiencia demuestra que las supuestas mejoras han sido letra muerta en medio de la balumba superflua de leyes. Así fue como las modestas tentativas del Parlamento británico, en la primera época de la gran industria, cuando los legisladores, atemorizados por los horrorosos efectos de la explotación de los niños, se decidió por fin a procurar algunos remedios triviales, tales disposiciones carecieron durante mucho tiempo de aplicación. Por una parte caían en la incomprensión de los mismos trabajadores; por otra, fueron saboteadas descaradamente por los patronos. Lo mismo ocurrió con la conocida ley italiana que el Gobierno hizo votar a mediados de 1890, prohibiendo que las mujeres que trabajaban en las minas de azufre de Sicilia bajasen sus niñitos a las galerías subterráneas. Hasta mucho más tarde, cuando aquellas mujeres lograron organizarse y elevar su nivel de vida, no desapareció el mal por sí mismo. Casos parecidos podrían citarse muchos, tomados de la historia de todos los países.
Pero incluso la autorización legal de una reforma no ofrece garantía de permanencia, a no ser que fuera del Parlamento haya masas militantes dispuestas a defenderla contra todos los ataques. Así, los propietarios de las fábricas de Inglaterra, a pesar de la aprobación del proyecto de ley de la jornada de diez horas, en 1848, se valieron poco después de una crisis industrial para obligar a los obreros a laborar once horas y aun doce al día. Cuando los inspectores de industrias procedieron legalmente, no sólo fueron absueltos los acusados, sino que el Gobierno insinuó a los inspectores que no era cosa de ceñirse demasiado a la letra de la ley, de manera que los trabajadores, después que sus reivindicaciones parecía que habían cobrado alguna vida, se vieron en el caso de tener que comenzar desde el principio, por su cuenta, la campaña en defensa de la jornada de diez horas. Entre las pocas reformas que la revolución de noviembre de 1918 otorgó a los obreros alemanes, la más importante era la de la jornada de ocho horas. Pero les fue arrebatada a los trabajadores por los patronos en casi todas las industrias, a despecho de figurar tal medida en los estatutos de trabajo, de acuerdo con la misma Constitución de Weimar.
Mas si los partidos políticos son absolutamente incapaces de procurar la más insignificante mejora de las condiciones de vida de las clases laboriosas dentro de la sociedad actual, son mucho más incapaces todavía de emprender la estructuración orgánica desde una comunidad socialista, ni de prepararle el terreno, pues se hallan completamente desprovistos de lo más indispensable para tal cometido. Rusia y Alemania han dado suficientes pruebas ello.
La punta de lanza del movimiento obrero no es, por consiguiente, el partido político, sino el sindicato, endurecido en la lucha cotidiana y penetrado de espíritu socialista. Los obreros, únicamente pueden desplegar toda su fuerza situándose en el terreno económico, pues es su actividad como productores lo que mantiene unida la estructura social y garantiza en absoluto la misma existencia de la sociedad. En cualquier otro plano se hallarán pisando terreno ajeno y malgastarán sus esfuerzos en luchas sin esperanza, que no les aproximarán en un ápice a la meta de sus anhelos. En el campo de la política parlamentaria el obrero es como el gigante Antes del mito griego, al que Hércules pudo estrangular en el aire, una vez separados sus pies de la Tierra, que era su madre. ÃÅ¡nicamente como productor y creador de riqueza social el obrero se percata de su fuerza; en unión solidaria con sus compañeros, establece en el sindicato la guerrilla invencible capaz de resistir contra todo asalto, si se siente inflamada por el espíritu de libertad y animada por el ideal de la justicia entre los hombres.
Para los anarcosindicalistas, el sindicato no es simplemente un fenómeno de transición, tan efímero como la sociedad capitalista, sino que entraña el germen de la economía socialista del mañana, y es la escuela primaria del socialismo en general. Toda nueva estructura social forma órganos propios dentro del cuerpo de la vieja organización. Sin este comienzo, no cabe pensar en evolución social ninguna. Las mismas revoluciones no pueden hacer otra cosa sino desarrollar y sazonar la simiente que ya existía y que germinaba en la conciencia humana; no pueden crear por sí mismas ese germen, ni plasmar un mundo nuevo de la nada. Por consiguiente nos toca sembrar esa semilla a tiempo y hacer que se desarrolle cuanto más mejor, con objeto de facilitar la futura obra de la revolución y darle garantías de permanencia.
Toda la obra educativa del anarcosindicalismo se encamina a este fin. La educación socialista no significa para los anarcosindicalistas triviales campañas de propaganda ni la llamada «política del momento», sino el esfuerzo para que los obreros vean con más claridad las relaciones intrínsecas de los problemas sociales entre sí, y el desarrollo de su capacidad administradora, con objeto de prepararles para su misión de reformadores de la vida económica, y darles la seguridad moral necesaria para realizar su obra. No hay entidad social más apropiada para esta finalidad que la organización de lucha económica de los trabajadores; endurece su resistencia en el combate directo por la defensa de su existencia y de sus derechos humanos. Esta pelea directa y constante con los defensores del presente sistema, desarrolla al mismo tiempo los conceptos éticos sin los cuales no es posible ninguna transformación social: solidaridad vital con los compañeros de destino, y responsabilidad moral de las propias acciones.
Precisamente porque la obra educativa de los anarcosindicalistas se encamina al desarrollo del pensamiento y la acción libre, son declarados adversarios de todas las tendencias centralizadoras tan características de los partidos socialistas políticos. Pero el centralismo, esa organización artificial que se manifiesta en sentido de arriba abajo y que pone los asuntos de todos los individuos, en masa, a disposición de una pequeña minoría, es indefectiblemente asistido por una estéril rutina y aplasta toda convicción individual, mata todas las iniciativas personales por medio de una disciplina sin alma y de una fosilización burocrática, impidiendo toda acción independiente. La organización del anarcosindicalismo se funda en los principios del federalismo, en la libre correlación establecida de abajo arriba, poniendo por encima de todo el derecho de autodeterminación de cada miembro, y reconociendo tan sólo el acuerdo orgánico entre todos basándose en intereses semejantes y de convicciones comunes .
Rudolf Rocker
Extraído de la web de la CNT-AIT de Betanzos