¿Puede la prostitución ser un trabajo y cabe la defensa de su regulación en el pensamiento anarquista?
Ver anarquistas defendiendo la prostitución me produce el mismo efecto que encontrarme a un club de veganos luchando por consolidar el mercado de las chuletas.
La prostitución es una institución tan antigua como el patriarcado, y una de sus piedras fundamentales. Forma parte de la opresión sexual de las mujeres, que históricamente y aún en la actualidad no han sido dueñas de su cuerpo ni de su deseo, sometidas a la propiedad de un hombre solo (matrimonio) o al uso colectivo (prostitución). En este sentido, la prostitución nunca puede ser libre, ya que es, precisamente, la compra de una libertad, la libertad sexual, a cambio de dinero. No cabe dentro de una ideología que defiende el amor libre, es decir, que propugna que las relaciones sexuales y afectivas entre los seres humanos deben ser igualitarias y voluntarias, nunca mediadas por la necesidad o la compra del consentimiento sexual.
Para la ética anarquista las mujeres que se prostituyen como estrategia de supervivencia son compañeras que recurren a los medios a su alcance para salir adelante en una sociedad corrupta. No hacen nada que degrade o repugne a la moral anarquista, que entiende que en las condiciones de doble o triple opresión que sufren (como proletarias, como mujeres, y muchas de ellas como migrantes y personas de territorios colonizados) son explotadas hasta en lo más íntimo de su ser, de forma que no sólo se les expropia su fuerza de trabajo, como a los demás asalariados, también el mercado se apropia de su intimidad, su corporeidad más vulnerable, violentando el mínimo espacio vital al que todos los seres humanos tienen derecho (no tocar o no ser tocada por personas a las que no se desea, no oler el aliento de quien no te gusta, no someterte a los manoseos o las babas de alguien porque paga).
Es el varón prostituyente, el putero, el que no tiene cabida en una ética anarquista. Es el patrón del cuerpo de otra persona, el dominador que con dinero compra un sí que no le darían de otro modo, y con billetes establece el guión de las relaciones sexuales, en las que se hace lo que el cliente manda: si quiere ser flagelado, se le flagela; si quiere orinar sobre alguien, orina. Si quiere escupir, someter a trato degradante, violar en grupo, lo hace: basta echar un vistazo a los foros de puteros para asomarse a la cara más siniestra del patriarcado, donde el sexo se convierte en un ejercicio puro de poder sobre otra persona, que queda así reducida, en lo más íntimo, a un objeto.
Aunque la prostitución es muy antigua, la idea de que es un trabajo como otro cualquiera es una vuelta de tuerca dada por el capitalismo, cuando a finales del siglo pasado dejó de ser un negocio local y marginal que se nutría principalmente de toxicómanas para convertirse en una próspera industria mundial. Esta idea pudo triunfar, también en entornos de izquierdas y libertarios, sedimentando sobre los milenios de patriarcado, pero también sobre la incompleta revolución sexual de los 60, y las dos décadas de neoliberalismo que inauguraron Reagan y Tatcher.
No es necesario, creo, profundizar en cómo el patriarcado ha creado el sistema prostitucional y la ideología que lo hace socialmente tolerable. Baste decir que para este orden cultural y social, las mujeres carecen de autonomía sexual, son siempre servidoras de la sexualidad del hombre: las mujeres casadas estaban hasta no hace mucho por ley obligadas a mantener relaciones sexuales con sus maridos, hasta el punto de que la violación dentro del matrimonio no se reconoció como delito hasta el año 1992.
La cultura popular se burla de la falta de deseo y de la obligación de dejarse violar por contrato aludiendo a la ‘excusa’ femenina del ‘dolor de cabeza’, reconociendo así que la falta de deseo no era (y en muchas cabezas, sigue sin ser) suficiente para justificar una negativa en el seno del matrimonio. En cuanto a la prostitución, el patriarcado argumentaba que los hombres tenían que tener relaciones sexuales, por las buenas o por las malas, y que sin prostitución, las mujeres “decentes” estarían más expuestas a violaciones. Hipócritamente, el mismo patriarcado que defendía que los hombres eran racionales y las mujeres tan solo sensitivas (y en el peor de los casos, histéricas) con desparpajo defendía también que estos seres superiores carecían de control sobre su pene. No tener que ser coherente es uno de los lujos de los que ejercen el poder.
La revolución sexual de los 60, que se hizo cuando las mujeres estaban casi completamente debajo de la bota y aún no se había alzado la segunda ola del feminismo, arrambló con la hipócrita moral religiosa del “pecado de la carne” pero se adaptó a las expectativas y los deseos de los varones: ante todo insistió en el derecho a disfrutar del sexo, pero no habló del derecho a decir que no. La violencia sexual fue minimizada (“si te violan, relájate y disfruta”) y la experiencia sexual de las mujeres fue interpretada, una vez más, por la mitad masculina de la sociedad: el sexo es algo banal, y la que no acepte que mantener relaciones sexuales es lo mismo que tomar un café tiene un problema, es una “estrecha” (en el lenguaje de hace unas décadas), una ‘puritana’ (en la actualidad), hasta el punto de que ahora, con el impulso que el porno está dando a las relaciones sadomasoquistas, hay un insulto nuevo para las que se niegan: vainilla.
A estas dos ciénagas culturales se suma el neoliberalismo, que niega las estructuras sociales y defiende que la sociedad es una suma de individuos que deciden en libertad sobre sí mismos.
Esta idea de desvincular la libertad de la igualdad y de la justicia social ha calado tanto que para defender que la prostitución es aceptable se alude en la actualidad a la libertad de las mujeres, llegando a la paradoja de defender la servidumbre sexual (mantener relaciones sexuales a cambio de dinero es servir a la sexualidad de otro) en nombre de la libertad de las explotadas.
Hay una cuarta idea que bulle debajo de la defensa de la prostitución que se hace en ambientes libertarios, y es la de las sexualidades disidentes. Se enmarca la prostitución entre las sexualidades “no normativas”, como si no formara parte indisoluble de la moral sexual burguesa de toda la vida. Recordemos, por poner solo un ejemplo, que uno de los principales impulsores de la regulación de la prostitución en España en el siglo XX (donde estuvo regulada hasta la oleada abolicionista mundial de los años 50) fue Martínez Anido, el mismo que se dio a conocer como uno de los principales perseguidores de los anarquistas de antes de la guerra. No hay nada más normativo que el burdel, lo que realmente revoluciona el orden patriarcal y opresor es que las mujeres trabajadoras, las criadas, tengan la libertad y la fuerza colectiva para decirle que no al señorito. Una mujer que mantiene relaciones sexuales con muchas parejas, y vulnera así la norma de la pasividad sexual femenina, no es una ‘puta’, es una mujer que hace uso de su libertad sexual.
Llegamos así a finales de los años 90. El mundo se ha globalizado, hay movimientos migratorios temporales (turismo) y grandes movimientos migratorios económicos. Las sociedades prósperas continúan desangrando a los países del Sur con un colonialismo extractivista. En este contexto, cierran las fronteras, pero dejan pasar a las criadas y a las putas. Hay territorios enteros destinados a satisfacer el deseo de exotismo sexual del degradado varón de los países ricos, como Tailandia. Estos paraísos/infiernos sexuales suelen surgir en lugares que han sido previamente militarizados, con la presencia de Ejércitos occidentales (fenómeno estudiado por autoras como Jeffreys). En ese contexto, en 1998 la Organización Internacional del Trabajo da un paso adelante y publica un informe (firmado por supuesto por una mujer, no vaya a colarse por alguna grieta que este tema no es problema de mujeres, que se debate entre mujeres y donde los hombres no tienen nada que ver) en el que defiende el tirón económico de la “industria sexual” con estas hermosas palabras: “Según las estimaciones del informe, en los países objeto del estudio se dedica a la prostitución entre el 0,25 y el 1,5 % de la población femenina total. Las actividades relacionadas con la prostitución (entre las que se incluyen los numerosos bares, hoteles, salas de espectáculos y agencias turísticas que florecen gracias a ella) dan empleo a varios millones más de trabajadores. Amplios sectores de población en el sudeste asiático – en particular las familias rurales pobres, que a menudo envían a sus hijas a trabajar como prostitutas – fían
su bienestar, cuando no estrictamente su supervivencia, al dinero que les remiten sus hijas dedicadas a la prostitución. Y, sin embargo, a pesar del volumen y de la importancia económica de la prostitución, el sector carece casi por completo de regulación y no se encuentra reconocido como sector económico en las estadísticas oficiales, en los planes de desarrollo ni en los presupuestos de los gobiernos de prácticamente la totalidad de los países del mundo”. El estudio fue premiado en la Feria del Libro de Francfort, en Alemania,país que poco después reguló la prostitución como un trabajo cualquiera.
Un paso más se dio en 2014, cuando la UE comenzó a tener en cuenta los ingresos generado por la prostitución para estimar el Producto Interior Bruto. Y aunque no se ha regulado explícitamente dentro del mercado comunitario, por la vía de los hechos hay países que se han convertido en exportadores netos de mujeres para los burdeles occidentales, como es el caso de Rumanía. Todo un entramado que nada tiene que ver con el mito de que la prostitución es una decisión de una mujer libre, que autónomamente decide intercambiar servicios desprovistos de cualquier impacto corporal o emocional, de cualquier violencia intrínseca, con asépticos y neutrales varones, que también compran sexo despersonalizado como si fueran a que les quitaran un callo.
La siguiente andanada de la industria para naturalizarse y expropiar de nuevo la sexualidad de las mujeres de las clases populares y migrantes pasa por conseguir “sindicar” a las mujeres en prostitución, para lo que cuentan también con el apoyo mayoritario de las Universidades, que ofrecen charlas para convencer a las jóvenesde que es una salida laboral que no deben tomar a la ligera. Llegamos así a la defensa explícita que asociaciones que se llaman “sindicatos” como OTRAS hacen de los proxenetas, cuando en una reciente reunión con la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, piden que se retire del proyecto de ley de Libertad Sexual la penalización de la llamada ‘tercería locativa’ (los proxenetas de toda la vida) con el argumento de que las “criminaliza”. Curiosa defensa del proxenetismo de quien dice no representar al “patrón” de la industria del sexo.
Otra de las falacias del debate sobre la prostitución es que es algo que solo concierne a las putas, y que las abolicionistas usurpamos su voz, hablamos por ellas. El sistema prostitucional, sin embargo, corrompe a toda la sociedad, mercantilizando el cuerpo humano, sobre todo el de las mujeres y las niñas, y abriendo la puerta a otros mercados, como el de los vientres de alquiler.
Educa a los varones en una sexualidad depredadora y jerárquica, mantiene el desequilibrio de poder (real y simbólico) entre hombres y mujeres, haciendo imposible una sociedad igualitaria, y vuelve a enajenar la sexualidad de las mujeres proletarias, que quedan una vez más a merced del jefe y del patrón, como ha ocurrido siempre. La que quiera ser libre, que se lo pague, porque en el cruel mercado laboral del siglo XXI, muchas no tendrán elección, como ya ocurre en grandes territorios del mundo.
Ver anarquistas defendiendo la prostitución me produce el mismo efecto que encontrarme a un club de veganos luchando por consolidar el mercado de las chuletas.
(Extraído del fanzine La Madeja, del grupo Moiras)