La Constitución Española de 1978, en su artículo 1.2, establece:
La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
Por tanto, el pueblo es soberano en nuestro Estado de Derecho; nos ofrecen una pequeña cuota de poder y nos hacen partícipes en la elección de los que nos representan… en teoría.
En la práctica, el pueblo soberano…
es el monarca de los tiempos modernos, cubierto de harapos y extenuado de hambre. A pesar de su precario y miserable estado, aún se pavonea algunas veces con el título deslumbrador de soberano. Soberanamente tonto, no comprende nunca que cuando lo adulan con tan pomposo dictado, es cuando tratan de encadenarlo al carro de la ambición ajena.
Destinado a representar el papel de víctima en todas las funciones teatrales, sea quien quiera el director de la compañía, y extremadamente crédulo y bobalicón, se deja engañar con facilidad por todos y siempre representa su papel con una verdad maravillosa.
Nuestra participación se materializa en las elecciones,
el prólogo de una tragicomedia donde se entierran las ilusiones de unos
y nacen las esperanzas de otros. Tras depositar el voto y participar en
nuestro sistema de gobierno, llamado democracia, y que, según Charles Bukowsky, difiere de una dictadura en que en aquélla se vota antes de obedecer las órdenes, sólo queda esperar el escrutinio de las urnas…
esas Cajas de Pandora que encierran los encantamientos y sortilegios electorales; en el recinto misterioso de aquellas cajas no habitan más que duendes ocupados en jugar con las papeletas que en ella se depositan, borrando unos nombres y escribiendo otros en su lugar, ya multiplicándolos o sustituyéndolos, según les conviene. Por eso, al abrirse, los votantes se admiran al ver que en lugar de la voluntad popular, que metieron en ella, sale la voluntad del partido ganador. Siempre se asegura que de las urnas va a salir la salvación de la patria; pero lo que siempre sale son nuevas ambiciones, nuevo desconcierto y nuevas discordias políticas.