Más de 600.000 niños entre 7 y 14 años son explotados en la ilegalidad ante la mirada cómplice del Gobierno de Marruecos
Ghizlane se levanta, como todos los días, a las 6 de la mañana. Aún es de noche. Tiene que preparar los desayunos para los niños de la casa en la que trabaja.
Porque los tres pequeños de la familia Benkhamis sí van al colegio. Ghizlane no sabe leer ni escribir, y nadie se preocupa de que aprenda. No se atreve a pedir nada, no tiene derecho. No debe perder tiempo, en caso contrario la castigarán. Si no cumple a rajatabla los horarios del trabajo doméstico, la maltratarán. Hacer su «cama» no le lleva mucho tiempo. Duerme en una esquina de la cocina, con una «hifa» en el suelo, una especie de cubrepiés relleno de retales, y una manta.
Primero prepara el desayuno, café, leche, pan tierno hecho por ella misma, mermelada. Después tiene que despertar a los pequeños, sacarlos de sus camas -ésas sí son de verdad-, lavarlos, vestirlos y darles el desayuno para que vayan a la escuela con algo caliente en el estómago. Terminado su servicio de niñera del alba, tomará un sorbo de leche con pan para hacer frente a la faena diaria: arreglar la casa, limpiar suelos y ventanas, airear armarios, coser, ordenar la despensa, cocinar, lavar los platos, y un largo etcétera. Eso hasta las doce de la noche, en que sólo podrá acostarse de nuevo en su rincón, una vez que todo en la casa quede arreglado, los niños en la cama y el hogar a oscuras. Siete días a la semana, treinta al mes y año tras año. Y con todo, se dará por contenta si no abusan de ella sexualmente, si no es violada o devuelta a su caserío del pueblo por inútil y perezosa. Esa es su vida. Pero Ghizlane no tiene 30 años, ni 20. Acaba de cumplir los 7.
Como Ghizlane, otras miles de Samias, Nadias, Fatimas, Ilhems, trabajan de sol a sol como sirvientas domésticas en el reino de Mohamed VI. Esa esclavitud de los niños es lo que han denunciado dos organizaciones norteamericanas, Human Rights Watch y Domestic Child, en sendos informes hechos públicos en Casablanca. Dicen que hay 600.000 menores, entre siete y catorce años, trabajando en la más absoluta ilegalidad y bajo la mirada indiferente y cómplice del Gobierno. Si se añaden los que aún no han cumplido los siete y los que están en la franja entre 14 y 18, la cifra se duplica. La mayoría de los niños penan en los quehaceres agrícolas de las parcelas familiares, en la industria textil y en la manufactura. Otros miles lo hacen en el comercio, en el turismo y hasta en la mendicidad profesional. Los que sufren por cuenta ajena son remunerados, entre 5 y 15 dirhams al día (de 0,40 a 1,20 euros), aunque las más de las veces su paga se limita a la comida, algo de vestir y un regalito en las fiestas del Aid musulmán.
La miseria engendra y hace perdurar la explotación infantil. Las familias, sobre todo del campo, ruegan a los conocidos que vienen de la ciudad para que cojan a su cargo a alguna de sus niñas. Se contentarán con que alguno de los vástagos entre en un taller, haga venta ambulante o sirva como criada para alguna familia pudiente. Los patrones de fábricas y talleres, muchas veces ellos mismos ilegales, darán trabajo a cambio de una paga insignificante, de manera que la alfombra, la camisa, el aceite de oliva o el utensilio de plástico que sale de su fábrica esté en condiciones de competir en el mercado.
Complicidad internacional
Según Human Rights Watch, «las domésticas son un gran porcentaje de las madres solteras en Casablanca». Han sufrido abusos, violaciones. Una vez embarazadas, se las echa de casa. Marruecos registra uno de los índices más elevados de trabajo infantil del mundo árabe, el doble que Egipto, donde la explotación de niños es escandalosa. El Gobierno marroquí declara ser consciente de ello. Ya puso en marcha un plan contra la explotación infantil en 2003. Pero sólo gracias a la denuncia de las ONG norteamericanas se empiezan a detectar reacciones oficiales. Hasta hace poco el régimen escondía el problema. Calumniaba a los que osaban denunciarlo y minimizaba su alcance. Tenía también la complicidad de gobiernos y organismos internacionales que lo silenciaban «para no desestabilizar» Marruecos. El representante de UNICEF en Rabat elogió públicamente al reino «como ejemplo de su trato hacia los niños». Hace poco estallaron los escándalos de prostitución infantil en Agadir y Marraquech, delitos de pederastia con marroquíes y extranjeros implicados. En los años 90, otro escándalo más grave, el de exportación de niños a ciertos países del Golfo para servir de objetos sexuales, fue silenciado por las autoridades.
La socióloga Saadia Serghini acusa: «Hay miembros del Gobierno que hacen trabajar a estas niñas en sus propias casas. Es vergonzoso. Por eso no se atreven a hablar de ello y a tomar las decisiones que se imponen». Policías, jueces, funcionarios, hacen la vista gorda y ni cumplen la Ley que prohíbe el trabajo infantil hasta los 15 años, ni sancionan los abusos y maltratos. «Las niñas-sirvientas», dicen, «son una gota entre los menores que trabajan, y éstos, a su vez, una minoría de los dos millones de niños no escolarizados y abandonados a su suerte».
Ghizlane se levanta, como todos los días, a las 6 de la mañana. Aún es de noche. Tiene que preparar los desayunos para los niños de la casa en la que trabaja.
Porque los tres pequeños de la familia Benkhamis sí van al colegio. Ghizlane no sabe leer ni escribir, y nadie se preocupa de que aprenda. No se atreve a pedir nada, no tiene derecho. No debe perder tiempo, en caso contrario la castigarán. Si no cumple a rajatabla los horarios del trabajo doméstico, la maltratarán. Hacer su «cama» no le lleva mucho tiempo. Duerme en una esquina de la cocina, con una «hifa» en el suelo, una especie de cubrepiés relleno de retales, y una manta.
Primero prepara el desayuno, café, leche, pan tierno hecho por ella misma, mermelada. Después tiene que despertar a los pequeños, sacarlos de sus camas -ésas sí son de verdad-, lavarlos, vestirlos y darles el desayuno para que vayan a la escuela con algo caliente en el estómago. Terminado su servicio de niñera del alba, tomará un sorbo de leche con pan para hacer frente a la faena diaria: arreglar la casa, limpiar suelos y ventanas, airear armarios, coser, ordenar la despensa, cocinar, lavar los platos, y un largo etcétera. Eso hasta las doce de la noche, en que sólo podrá acostarse de nuevo en su rincón, una vez que todo en la casa quede arreglado, los niños en la cama y el hogar a oscuras. Siete días a la semana, treinta al mes y año tras año. Y con todo, se dará por contenta si no abusan de ella sexualmente, si no es violada o devuelta a su caserío del pueblo por inútil y perezosa. Esa es su vida. Pero Ghizlane no tiene 30 años, ni 20. Acaba de cumplir los 7.
Como Ghizlane, otras miles de Samias, Nadias, Fatimas, Ilhems, trabajan de sol a sol como sirvientas domésticas en el reino de Mohamed VI. Esa esclavitud de los niños es lo que han denunciado dos organizaciones norteamericanas, Human Rights Watch y Domestic Child, en sendos informes hechos públicos en Casablanca. Dicen que hay 600.000 menores, entre siete y catorce años, trabajando en la más absoluta ilegalidad y bajo la mirada indiferente y cómplice del Gobierno. Si se añaden los que aún no han cumplido los siete y los que están en la franja entre 14 y 18, la cifra se duplica. La mayoría de los niños penan en los quehaceres agrícolas de las parcelas familiares, en la industria textil y en la manufactura. Otros miles lo hacen en el comercio, en el turismo y hasta en la mendicidad profesional. Los que sufren por cuenta ajena son remunerados, entre 5 y 15 dirhams al día (de 0,40 a 1,20 euros), aunque las más de las veces su paga se limita a la comida, algo de vestir y un regalito en las fiestas del Aid musulmán.
La miseria engendra y hace perdurar la explotación infantil. Las familias, sobre todo del campo, ruegan a los conocidos que vienen de la ciudad para que cojan a su cargo a alguna de sus niñas. Se contentarán con que alguno de los vástagos entre en un taller, haga venta ambulante o sirva como criada para alguna familia pudiente. Los patrones de fábricas y talleres, muchas veces ellos mismos ilegales, darán trabajo a cambio de una paga insignificante, de manera que la alfombra, la camisa, el aceite de oliva o el utensilio de plástico que sale de su fábrica esté en condiciones de competir en el mercado.
Complicidad internacional
Según Human Rights Watch, «las domésticas son un gran porcentaje de las madres solteras en Casablanca». Han sufrido abusos, violaciones. Una vez embarazadas, se las echa de casa. Marruecos registra uno de los índices más elevados de trabajo infantil del mundo árabe, el doble que Egipto, donde la explotación de niños es escandalosa. El Gobierno marroquí declara ser consciente de ello. Ya puso en marcha un plan contra la explotación infantil en 2003. Pero sólo gracias a la denuncia de las ONG norteamericanas se empiezan a detectar reacciones oficiales. Hasta hace poco el régimen escondía el problema. Calumniaba a los que osaban denunciarlo y minimizaba su alcance. Tenía también la complicidad de gobiernos y organismos internacionales que lo silenciaban «para no desestabilizar» Marruecos. El representante de UNICEF en Rabat elogió públicamente al reino «como ejemplo de su trato hacia los niños». Hace poco estallaron los escándalos de prostitución infantil en Agadir y Marraquech, delitos de pederastia con marroquíes y extranjeros implicados. En los años 90, otro escándalo más grave, el de exportación de niños a ciertos países del Golfo para servir de objetos sexuales, fue silenciado por las autoridades.
La socióloga Saadia Serghini acusa: «Hay miembros del Gobierno que hacen trabajar a estas niñas en sus propias casas. Es vergonzoso. Por eso no se atreven a hablar de ello y a tomar las decisiones que se imponen». Policías, jueces, funcionarios, hacen la vista gorda y ni cumplen la Ley que prohíbe el trabajo infantil hasta los 15 años, ni sancionan los abusos y maltratos. «Las niñas-sirvientas», dicen, «son una gota entre los menores que trabajan, y éstos, a su vez, una minoría de los dos millones de niños no escolarizados y abandonados a su suerte».