En el Estado español, el pasado 2018 hubo creación de empleo y reducción del paro, pero se mantienen y en algunos ámbitos se incrementan, las vías de precariedad laboral,
que hacen que nuestro empleo sea, en términos generales, poco
productivo, inseguro y mal pagado.
Según los últimos datos de la EPA el empleo indefinido crece a un ritmo del 3,1%, pero el temporal lo hace el 3,9%. Casi uno de cada tres empleos asalariados creados en el año fue temporal (31,5%). La tasa de temporalidad (la ratio entre empleo asalariado temporal y total) aumentó poco, apenas una décima respecto al año anterior; pero el problema es que es del 26,9%, casi el doble de la media de la Unión Europea, y que no para de aumentar tendencialmente desde mediados de 2013.
El empleo a jornada parcial es otro de los responsables de la baja calidad del mismo. No tanto porque su volumen relativo sea muy elevado (supone el 14,8% del total, y se viene reduciendo suavemente desde 2014, tras crecer mucho en el quinquenio anterior), sino por su carácter eminentemente involuntario. Más de la mitad de este tipo de empleo (52,8%) es aceptado a falta de un empleo a jornada completa, que es la preferencia del trabajador. Y tres de cada cuatro empleos parciales son ocupados por mujeres, lo que constituye una de las fundamentales vías de segmentación y desigualdad laboral entre ambos sexos, en perjuicio de la las mujeres.
Hay un total de 1,8 millones de trabajadores subempleados, es decir, que trabajan menos horas de las que desean. Eso supone un 17% más que en el cuarto trimestre de 2007 (un 24% más los que tienen contratos indefinidos).
A este panorama hay que añadir el empeoramiento de las condiciones laborales que las estadísticas y ratios habituales no recogen de manera precisa, y que se reflejan en importantes cambios de las relaciones de trabajo que se han intensificado en los últimos años. Las empresas multiservicios, los falsos autónomos, los becarios, la economía de plataformas, etc., han introducido nuevas vías de fractura de las condiciones del empleo para las que no hay aún indicadores consolidados de análisis, pero que sin duda han elevado el grado de precariedad laboral en nuestro país y en todo el mundo.
Por lo que se refiere al desempleo, y a pesar de la reducción mencionada, persiste una elevada proporción de parados de larga duración, para los que no se aportan soluciones eficaces. Casi la mitad (47%) de las personas en situación de desempleo llevan más de un año buscando empleo, y uno de cada tres (33%) lleva más de dos años.
En definitiva, en 2018 hubo creación de empleo y reducción del paro, pero se mantienen (y en algunos ámbitos se incrementan) las vías de precariedad laboral, que hacen que nuestro empleo sea, en términos generales, poco productivo, inseguro y mal pagado. Nuestra economía se ha acostumbrado a convivir con esta anomalía, a costa de una menor competitividad de las empresas de muchos sectores y, sobre todo, de asumir la pérdida de calidad de vida de millones de familias trabajadoras.
El problema fundamental es que, si no se soluciona el gravísimo problema de baja calidad del empleo que arrastramos, no será posible afrontar con garantías ni la reducción de la desigualdad económica y social, ni la reducción de la pobreza, ni la sostenibilidad y mejora de las pensiones, ni siquiera la consecución, de manera estable, de unas cuentas públicas saneadas. Porque todos los desequilibrios tienen su origen en el sistemático desperdicio de recursos que supone para el país aceptar un modelo de crecimiento basado en empleos poco productivos, inseguros y mal retribuidos.
Para que el necesario cambio se produzca sería necesario que las empresas dejaran de obtener rentabilidad por la vía de contratar empleo precario.
El empleo a jornada parcial es otro de los responsables de la baja calidad del mismo. No tanto porque su volumen relativo sea muy elevado (supone el 14,8% del total, y se viene reduciendo suavemente desde 2014, tras crecer mucho en el quinquenio anterior), sino por su carácter eminentemente involuntario. Más de la mitad de este tipo de empleo (52,8%) es aceptado a falta de un empleo a jornada completa, que es la preferencia del trabajador. Y tres de cada cuatro empleos parciales son ocupados por mujeres, lo que constituye una de las fundamentales vías de segmentación y desigualdad laboral entre ambos sexos, en perjuicio de la las mujeres.
Hay un total de 1,8 millones de trabajadores subempleados, es decir, que trabajan menos horas de las que desean. Eso supone un 17% más que en el cuarto trimestre de 2007 (un 24% más los que tienen contratos indefinidos).
A este panorama hay que añadir el empeoramiento de las condiciones laborales que las estadísticas y ratios habituales no recogen de manera precisa, y que se reflejan en importantes cambios de las relaciones de trabajo que se han intensificado en los últimos años. Las empresas multiservicios, los falsos autónomos, los becarios, la economía de plataformas, etc., han introducido nuevas vías de fractura de las condiciones del empleo para las que no hay aún indicadores consolidados de análisis, pero que sin duda han elevado el grado de precariedad laboral en nuestro país y en todo el mundo.
Por lo que se refiere al desempleo, y a pesar de la reducción mencionada, persiste una elevada proporción de parados de larga duración, para los que no se aportan soluciones eficaces. Casi la mitad (47%) de las personas en situación de desempleo llevan más de un año buscando empleo, y uno de cada tres (33%) lleva más de dos años.
En definitiva, en 2018 hubo creación de empleo y reducción del paro, pero se mantienen (y en algunos ámbitos se incrementan) las vías de precariedad laboral, que hacen que nuestro empleo sea, en términos generales, poco productivo, inseguro y mal pagado. Nuestra economía se ha acostumbrado a convivir con esta anomalía, a costa de una menor competitividad de las empresas de muchos sectores y, sobre todo, de asumir la pérdida de calidad de vida de millones de familias trabajadoras.
El problema fundamental es que, si no se soluciona el gravísimo problema de baja calidad del empleo que arrastramos, no será posible afrontar con garantías ni la reducción de la desigualdad económica y social, ni la reducción de la pobreza, ni la sostenibilidad y mejora de las pensiones, ni siquiera la consecución, de manera estable, de unas cuentas públicas saneadas. Porque todos los desequilibrios tienen su origen en el sistemático desperdicio de recursos que supone para el país aceptar un modelo de crecimiento basado en empleos poco productivos, inseguros y mal retribuidos.
Para que el necesario cambio se produzca sería necesario que las empresas dejaran de obtener rentabilidad por la vía de contratar empleo precario.