lunes, 1 de agosto de 2016

Mis abuelos anarquistas

 


A mi abuelo materno lo recuerdo por lo oído; era sordo y le atropelló un camión mientras iba en bicicleta; no debía, pero era tozudo y confiado. Yo no había nacido. Su difunta murió a mis once años y para entonces mis otros dos abuelos paternos ya no vivían. De mi abuela materna conservo su olor y mi admiración por su capacidad de venir sola, sin medios y desde otros mundos, para vernos.

De mi abuelo paterno conservo dos imágenes, sus pies en el lecho de muerte a la altura de mis ojos y su mano de la que me llevaba por una de las calles que bajan hasta el mar desde su casa. De su mujer, mi abuela, los caramelos sugus y su obsesión por que no me ensuciara.

Total, en cuatro líneas de mi vida me había quedado huérfana de antepasados. Era el año 73, Franco agonizaría más tarde que ellos; mientras tanto, nos hacía agonizar a todos: su lúgubre espectro se largaba hasta la actualidad.

Hizo falta que muriera el generalísimo y unos años más allá para que se hiciera la luz de mi adolescente descubrimiento que coincidió con lo que supuso el significativo reencuentro con toda una generación casi anciana que tenía mucho que opinar y emergía del silencio para hacerse oír. Yo no estaba por la labor, todo hay que decirlo, era demasiado impaciente y joven, pero ellos sí que me adoptaron para verme crecer, madurar, asentarme en la vida, con todos los aciertos y desaciertos que ello conlleva.

Ahí estaban, cada día de mi recién inaugurada vida, presentes en mi espacio, sin que me diera cuenta; tal y como habrían deseado estar mis abuelos carnales. Como solidarios que eran, se emocionaban con nuestras primeras emociones, las mías y las de mi compañero, al que querían como a un hijo. Apreciando cada singularidad de nuestras vidas, apoyando silenciosamente nuestras ilusiones; buscándonos piso donde vivir, preocupados por mis posibles desvelos y sufrimientos en unos momentos históricos en que la lucha diaria se daba en la calle, poniendo en peligro la juventud de mi acompañante (la mía no, yo no era tan osada). Afirmando que es posible el amor puro que tanto se anhela en la juventud y posible también la vida que deseábamos engendrar. Sinceramente creían en nosotros.

Poco a poco, a lo largo de los años, tal como hicieron primero mis abuelos carnales, se fueron yendo, despacito, sigilosamente, uno a uno, como si se deshojara una flor.

No siendo viejos frágiles y dependientes de espíritu, aunque lo pudieran ser físicamente, su marcha se acompaña de un silencio rotundo pero contundente.

Marchan tal cual vivieron, con la dignidad de quien no abandona sus ideas; nos dejan el legado de su honestidad, así como la realidad de los hechos en que participaron. A nosotros que tuvimos la suerte de coincidir en un momento histórico que permitió un cierto renacimiento, nos dejaron un legado animoso, amistoso, solidario, incombustible y tenaz: el que sus ideas conllevan.
Entre medias, mi padre, que hizo de enlace entre estas dos circunstancias históricas, me presentó en sociedad, llevándome de la mano al sindicato, para demostrarme emocionado que aquellos de los que tanto me había hablado durante su exilio particular, existían y eran tal cual me los había descrito. Gente que no se molestaba en cortesías condescendientes, ni ostentaban hipocresías sociales; gente llana cuyas pertenencias más valiosas eran sus libros y sus experiencias vitales. Gente que, tal como los conoció mi padre, eran de fondo bondadoso y generoso, sin galanterías ni ñoñeces, tan solo verdaderos.
 
Mordaces si es necesario, dignos si se merecía, valerosos hasta la suficiencia cual quijotes. Pero sobre todo humilde, casi espartanos, nada arrogantes y siempre jóvenes de espíritu pues creían posible un futuro mejor.
Refiriéndose a su experiencia en el exilio, mi padre me decía: si alguna vez te vieras sola y necesitada, no dudes en allegarte a un hogar anarquista, tan pronto llames a sus puertas, si eres quien dices ser y eres honesta, te las abrirán de par en par; compartirán contigo lo que tengan. No importa dónde sea que te encuentres, en todas partes del mundo hay gente de nuestras ideas y si de verdad son anarquistas, tendrás un sincero apoyo. Verás que te ofrecerán lo poco que tengan para que puedas superar con mayor eficacia tus problemas. Pero no te confundas, no lo harán por caridad, sino por solidaridad y apoyo mutuo.
 
Fíjate bien en distinguir con claridad que la caridad y la compasión esperan de ti eterno agradecimiento y, en ocasiones, necesitan de tu humillación. Sin embargo, la solidaridad espera de ti que te repongas para que puedas emanciparte y así colabores en que otros se emancipen contigo. E ahí la diferencia.

Artículo de Alicia Jano Valero, revista Orto n º 181