Al sacerdote católico Christian Von Wernich lo condenaron en Argentina a cadena perpetua, por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar (1976-1983). Los jueces le acusan de haber participado en siete homicidios, 31 casos de tortura y 42 privaciones de libertad ilegales.
En Argentina hubo un intento de extender “el olvido” sobre los delitos cometidos por los colaboradores de la dictadura asesina, mediante una ley de Punto Final. También allí, como aquí, la extrema derecha consideraba que no era conveniente poseer demasiada memoria histórica, que la memoria es un estorbo para la reconciliación, que abría innecesariamente las heridas de la lucha fratricida. Por fortuna, jueces incontaminados por aquella barbarie tumbaron semejante aberración jurídica, y poco a poco acabaron desfilando por la silla de los acusados los culpables de los crímenes.
El cura Christian (cuyo nombre mismo es un sarcasmo) había puesto al servicio de los represores los secretos arrancados en confesión a los detenidos, convertidos así, a pesar suyo, en delatores.
En España, al término de la guerra civil, cientos, si no miles, de curas como éste colaboraron con el régimen golpista desde sus confesionarios, tejiendo una red de chivatos, formando parte de los piquetes de torturadores, bendiciendo con su presencia las ejecuciones sumarísimas y los asesinatos en la cuneta. Por desgracia no hubo juez que declarara ilegal nuestro Punto Final de la Transición. En España sólo pudieron ejercer los jueces adictos al Movimiento Nacional y a la Iglesia que había bendecido el golpe militar, y durante décadas fueron transmitiendo sus genes ideológicos a las siguientes generaciones de jueces que ellos mismos examinaban y formaban.
Muchos de sus muertos yacen todavía en cunetas y fosas comunes. Nunca merecerán estar en la lista de los asesinados por la barbarie “del otro bando” que la Iglesia católica quiere elevó a los altares el 28 de octubre.
Ese día, mientras la otra España eleva al cielo sus plegarias a un dios que no existe, yo rezaré al dios de los laicos, y recitaré en voz alta, a modo de oración, los versos de Miguel Hernández, escritos a hurtadillas en la cárcel de Ocaña poco antes de que lo dejaran morir como un perro, versos referidos a otro cura sádico, el conocido como “El verdugo de Ocaña”:
En Argentina hubo un intento de extender “el olvido” sobre los delitos cometidos por los colaboradores de la dictadura asesina, mediante una ley de Punto Final. También allí, como aquí, la extrema derecha consideraba que no era conveniente poseer demasiada memoria histórica, que la memoria es un estorbo para la reconciliación, que abría innecesariamente las heridas de la lucha fratricida. Por fortuna, jueces incontaminados por aquella barbarie tumbaron semejante aberración jurídica, y poco a poco acabaron desfilando por la silla de los acusados los culpables de los crímenes.
El cura Christian (cuyo nombre mismo es un sarcasmo) había puesto al servicio de los represores los secretos arrancados en confesión a los detenidos, convertidos así, a pesar suyo, en delatores.
En España, al término de la guerra civil, cientos, si no miles, de curas como éste colaboraron con el régimen golpista desde sus confesionarios, tejiendo una red de chivatos, formando parte de los piquetes de torturadores, bendiciendo con su presencia las ejecuciones sumarísimas y los asesinatos en la cuneta. Por desgracia no hubo juez que declarara ilegal nuestro Punto Final de la Transición. En España sólo pudieron ejercer los jueces adictos al Movimiento Nacional y a la Iglesia que había bendecido el golpe militar, y durante décadas fueron transmitiendo sus genes ideológicos a las siguientes generaciones de jueces que ellos mismos examinaban y formaban.
Muchos de sus muertos yacen todavía en cunetas y fosas comunes. Nunca merecerán estar en la lista de los asesinados por la barbarie “del otro bando” que la Iglesia católica quiere elevó a los altares el 28 de octubre.
Ese día, mientras la otra España eleva al cielo sus plegarias a un dios que no existe, yo rezaré al dios de los laicos, y recitaré en voz alta, a modo de oración, los versos de Miguel Hernández, escritos a hurtadillas en la cárcel de Ocaña poco antes de que lo dejaran morir como un perro, versos referidos a otro cura sádico, el conocido como “El verdugo de Ocaña”:
Muy de mañana, aún de noche,
antes de tocar diana,
como presagio funesto
cruzó el patio la sotana.
¡Más negro, más, que la noche,
menos negro que su alma,
el cura verdugo de Ocaña!
(…)
Cobarde y cínico al tiempo
tras los civiles se guarda…