"Desde mi niñez he simpatizado con las agrupaciones políticas que estaban a favor de los humillados y de los oprimidos por las jerarquías sociales; hasta que comprendí que esos grupos políticos no merecen ninguna simpatía. La CNT española fue el último de esos grupos en el cual yo tuve confianza. Había viajado a España antes de la Guerra civil y conocía el país, no muy bien, pero lo suficiente para amar a este pueblo tan difícil de resistir. En el movimiento anarquista había visto el expresión natural de su grandeza y de sus errores, de sus legítimas necesidades y de sus deseos legítimos. La CNT y la FAI eran una mezcla sorprendente. Todos eran bienvenidos y tenían acceso allí, y como consecuencia coexistían estrechamente oposiciones incompatibles: por un lado el cinismo, la corrupción, el fanatismo y la crueldad, por otro la fraternidad, el amor a la humanidad y el anhelo de dignidad que caracteriza a los hombres sencillos. Lo que animaba a los primeros era el gusto del desorden y la violencia, pero los segundos se proponían realizar un ideal: ellos determinaban, me parece, la dirección que seguía la CNT.
En julio de 1936 yo estaba en París. No me gusta la guerra, pero en la guerra siempre me pareció que lo más horrible era la situación de los que permanecían en la retaguardia. Cuando comprendí que, contra mi propia voluntad, no podía dejar de participar moralmente en la guerra, es decir anhelaba día a día y a toda hora la victoria del uno y derrota del otro, tuve que reconocer que para mí París era la retaguardia. Tomé el tren a Barcelona, para enrolarme como voluntaria. Fue a principios de 1936.
Un accidente me obligó a interrumpir mi estancia en España. Permanecí algunos días en Barcelona; después estuve en el campo, en Aragón, a orillas del Ebro, a quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo sitio donde cruzaron el río recientemente las tropas del general Yagüe; luego en el palacio de Sitges, que ahora sirve de hospital; después de nuevo en Barcelona; unos dos meses en total. Tuve que irme de España contra mi voluntad; me proponía regresar. Ahora he renunciado voluntariamente a retornar. No sentía ninguna necesidad interior de participar en un guerra que ya no era, como había pensado al principio, un enfrentamiento de campesinos hambrientos contra los terratenientes y sus cómplices, los curas, sino una confrontación entre las potencias europeas: Rusia, Alemania e Italia."
En julio de 1936 yo estaba en París. No me gusta la guerra, pero en la guerra siempre me pareció que lo más horrible era la situación de los que permanecían en la retaguardia. Cuando comprendí que, contra mi propia voluntad, no podía dejar de participar moralmente en la guerra, es decir anhelaba día a día y a toda hora la victoria del uno y derrota del otro, tuve que reconocer que para mí París era la retaguardia. Tomé el tren a Barcelona, para enrolarme como voluntaria. Fue a principios de 1936.
Un accidente me obligó a interrumpir mi estancia en España. Permanecí algunos días en Barcelona; después estuve en el campo, en Aragón, a orillas del Ebro, a quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo sitio donde cruzaron el río recientemente las tropas del general Yagüe; luego en el palacio de Sitges, que ahora sirve de hospital; después de nuevo en Barcelona; unos dos meses en total. Tuve que irme de España contra mi voluntad; me proponía regresar. Ahora he renunciado voluntariamente a retornar. No sentía ninguna necesidad interior de participar en un guerra que ya no era, como había pensado al principio, un enfrentamiento de campesinos hambrientos contra los terratenientes y sus cómplices, los curas, sino una confrontación entre las potencias europeas: Rusia, Alemania e Italia."
Simone Weil, Écrits historiques et politiques, París 1960