En la ciudad de Madrid todavía hay lugares sin nombre. Y lugares en los que es la propia gente –y no el Ayuntamiento– la que decide cómo nombrarlos a través de su uso y de la instalación de placas más o menos improvisadas. El pasado 4 de junio uno de estos lugares, la plaza de Xosé Tarrío, en Lavapiés, volvió a lucir una de estas placas. Y es que desde 2009, cuando compañerxs anarquistas subieron la primera en homenaje a Xosé Tarrío, el baile de placas no ha cesado a pesar de que el Ayuntamiento haya ido retirando las distintas insignias hechas de azulejos, o metal, o madera.
La fecha del 4 de junio fue elegida para hacerla coincidir con la charla que Elisa Di Bernardo ofreció en el Local Anarquista Magdalena, en la que explicó la situación actual de Gabriel Pombo Da Silva, preso anarquista compañero y amigo del propio Xosé Tarrío. La charla de Elisa sirvió para dar a conocer la trayectoria vital de Pombo, el contexto histórico y social en que creció y las motivaciones que, desde muy joven, le impulsaron a expropiar bancos para apoyar a presos y a familias de barrios empobrecidos de Vigo en la década de los 80. Ante más de una veintena de asistentes, la charla de Di Bernardo incidió también en las maniobras por las que el supuesto Estado de derecho mantiene a Pombo encerrado –incumpliendo sus propias leyes– para continuar con la «venganza política» de unas autoridades que nunca han perdonado a Pombo su radical oposición a la cárcel y al mundo capitalista que la necesita.
Al finalizar la charla, una buena parte de las personas asistentes se encaminaron hacia la Plaza de Xosé Tarrío para decir unas palabras y compartir allí unos minutos en recuerdo de Xosé, de su madre, Pastora, y de todas las personas presas. Asimismo, se repartió un panfleto en la plaza y se leyó el texto que reproducimos a continuación:
¿Qué hacemos al «hacer memoria»? ¿Hacemos ondas? ¿Algo que nos hace tirar del hilo? ¿Algo que nos hace…? No sabemos. Ojalá algo que nos mueva, que nos arrastre.
Hace pocos meses murió un chaval de 14 años en un centro de menores de Valladolid al ser reducido por los guardias. Hace tres años murió otro chico, Iliass Tahiri, atado a una cama de un centro de menores de Almería. En 2004, un zagal de 22 años murió en el cuartel de la Guardia Civil de Arteixo. Se llamaba Diego Viña.
Los abusos, las torturas y las muertes violentas son los músculos crispados de los espacios de reclusión; forman parte de la arquitectura del castigo para quienes sufren la detención o el encierro. Esta violencia institucional, tan espectral pero a la vez tan física, con sus moratones, su sangre y sus dientes rotos, es la que sustenta el orden industrial y capitalista que tanto daño y nocividad genera para asegurar la acumulación y las comodidades de los más privilegiados.
Ante este orden, la rabia, la imaginación y la alegría de siempre. Con sus ciclos y sus malos tiempos, pero también con su «comuna eterna»; desordenada: gente haciendo sus cosas subversivas para echar abajo el tinglado, los distintos tinglados, o para vivir sin hacer daño, en resistencia, o para seguir pensando y hablando por sí misma, abandonando cada día las palabras que nos dictan.
Y hacer memoria… La madre de Diego Viña, Carmen Castro, junto a otras madres de personas presas, no dejaron de reclamar la responsabilidad de la Guardia Civil en la muerte de Diego, incluso tras ser procesadas por gritar en 2010 que «la Guardia Civil tortura y asesina», cuando la plana mayor salía de misa por el «día de la hispanidad». Aunque no lo consiguieron, las autoridades fueron tan mezquinas de intentar meter presas a unas madres que habían perdido a sus hijos a manos de esa misma autoridad estatal, siempre impune.
Entre esas «nais contra impunidade» estaba Pastora Dominga González Vieites, la madre de Xosé Tarrío. Pastora nos dejó en 2019. Quien escuchó a Pastora hablando contra la prisión y en defensa de las personas presas, sabe que en su voz iba también una lucha ancestral contra la dominación. Quien recibió su abrazo sabe que el amor puede a veces parecer una montaña en la que resguardarse. Pastora se volvió de Suiza, donde había emigrado, para acompañar y apoyar a su hijo Xosé, que pasó encerrado la mayor parte de su vida y acabó, en enero de 2005, «muriendo de cárcel», como siempre denunció su madre. Pastora se vino arrastrada y profundamente conmovida tras leer el libro que escribió su hijo: Huye, hombre, huye. Quien lea este libro, sabrá que la vida se abre paso, y que la lucha no morirá jamás, «porque vivir luchando es la mejor forma de vivir».
Cuatro años después de su muerte, familiares, amigxs y compañerxs de Xosé vinieron a este lugar para recordarle a él y a todas las personas encerradas, y pusieron nombre a esta plaza imaginada y vivida: Plaza de Xosé Tarrío. La placa que pusieron fue retirada por el ayuntamiento al cabo de un tiempo pero, una y otra vez, nuevas placas han seguido trepando a las paredes.
En años pasados, en esta plaza o cacho de calle sin domesticar, sin nombre oficial, hemos jugado al fútbol con los niños, hemos visto teatro, cine de verano, películas proyectadas por la Muestra de Cine de Lavapiés y otros colectivos, nos hemos encontrado para aprender y debatir en jornadas organizadas por compañeras anarquistas y asambleas de barrio, y hemos acudido también alguna noche buscando el afuera que prometen los lugares que están pero que no son o que son pero que no están.
Esta plaza hubiera podido ser un jardín asilvestrado, un parquecito para comer pipas o incluso un bosque, o seguir siendo una grieta que se llenara una y otra vez de cualquier manera. Seguro que será todas esas cosas, en algún momento… Mientras tanto, hoy es un espacio civilizado por una terraza y un aparcamiento de motos. Nada raro en un barrio como Lavapiés, que en la última década ha sido pasto de una triple maldición: terracificación, turistización, gentrificación.
Quienes gobiernan la ciudad aman con desenfreno los espacios para la circulación del capital y la reproducción simbólica del orden. A este orden le gustan las plazas du- ras, sin árboles y sin bancos para sentarse o tumbarse, en las que sea imposible echar el rato sin consumir. Losas de hormigón y granito ocultan la tierra y permiten que los vehículos policiales cumplan a toda velocidad sus importantísimas misiones. Madrid será la tumba del fascismo… Pero, a día de hoy, como dicen en el Grupo Surrealista de Madrid, lo cierto es que esta ciudad es ya una tumba, fría y seca, producto de la venganza simbólica de un fascismo urbanístico que entierra todo con losas que son lápidas.
Esta idea de ciudad es la misma que sacó las prisiones de los barrios para romper los lazos y la solidaridad entre las personas presas, las familias y los vecindarios, para intentar anular las luchas anticarcelarias dentro y fuera de los muros, como la de las «Madres contra la droga» de Madrid. Es la misma idea de ciudad que demolió la cárcel de Carabanchel, no para liberar a los encerrados, sino para trasladar el encierro allá donde fuera invisible y donde la tortura pudiera continuar realizándose de manera «higiénica», sin ensuciar la megalópolis, castigando, de paso, a la gente que se ve obligada a recorrer largas distancias para seguir visitando a sus presos, a sus presas.
Así que hoy se vuelve a subir la placa de Xosé Tarrío, hijo de Pastora. Lo hacemos recordando su lucha por la libertad y contra las cárceles, y para que esta siga dando fuerza a quienes continúan resistiendo, dentro y fuera de los muros. Lo hacemos tras una charla en la que Elisa Di Bernardo nos ha contado cómo se encuentra Gabriel Pombo, viejo amigo de Xosé y compañero irreductible de los años más duros e inspiradores de la lucha en las prisiones españolas. A pesar de más de 30 años de cárcel, de toda la violencia soportada y de todas las sucias maniobras de las instituciones penitenciarias, de las fuerzas de seguridad y del sistema judicial en su conjunto, Gabriel sigue con fuerza y lucidez luchando por su libertad.
Aunque mañana esta plaza sea otra vez un lugar sin nombre -o con el nombre que le den quienes vivan el lugar-, hoy vuelve a ser la plaza de Xosé Tarrío. Como dijeron quienes subieron la primera placa en 2009, Tarrío «dejó una semilla que cualquiera puede coger y hacer suya, un grito al infinito, rabia y odio, pero también ganas de seguir adelante. Esta semilla está en cada uno/a de nosotros/as».
Abajo los muros de las prisiones.
Libertad para todas.