Hace algunos meses, en mi cuenta de Twitter, exponía con brevedad el suceso en el que había transcurrido una pequeña discusión entre una de mis compañeras de trabajo y yo durante nuestra jornada laboral (en una cadena de textiles) cuando ella descubrió a un hombre joven tratando de esconderse unos pantalones nuevos bajo los suyos con la clara intención de llevárselos sin pagar y, como resultante, ella decidió que humillarle delante de toda la gente que en ese momento se encontraba en la tienda era la mejor opción para solventar la -ya de por sí- bochornosa situación. Las personas allí presentes no quisieron quedarse atrás y se sumaron a ser partícipes activos del escarnio público con murmullos intencionadamente audibles.
Correspondí al acto dirigiéndome a mi compañera para expresar que no había ninguna necesidad de llegar a ese exceso, que, ciertamente, nuestro trabajo incluye evitar los hurtos, pero no denigrar a las personas (más cuando el chico en cuestión no opuso resistencia alguna y se marchó cabizbajo y avergonzado), porque, además, no conocemos la situación económica de cada quién.
"Iba bien vestido" fue su respuesta, y que "si eres pobre, lo que quieres es comida, no ropa nueva". Pero esa cuerda estira hasta el infinito, y me llevó a recordar aquel vídeo que se viralizó en la red hace un par de años en el que una madre y su hija fueron sorprendidas en un famoso supermercado llevándose bajo el abrigo una botella de champán y una caja de langostinos en fechas navideñas, a lo que la opinión pública reaccionó sin compasión (condicionada en gran medida por el antigitanismo latente, ya que, presuntamente, aquellas dos mujeres eran gitanas) clamando que los productos que llevaban consigo no cumplían con lo denominado como «de primera necesidad», y que «vaya jeta», claro.
Porque cuando el pobre se lleva sin pasar por caja lo que el Buen Ciudadano no considera indispensable para la vida (ya que éste, por supuesto, sólo puede aspirar a pan y arroz y lo demás es vicio) también se le niega su condición. Porque al pobre no se le concede el beneplácito de la dignidad y el disfrute, sólo el de la supervivencia, para, así, dibujar una línea clara y explícita entre Él-pobre y Yo-digno y reclamar una exclusividad de consumo. Es la tiranía de exiliar las vidas más precarizadas a los márgenes como una más de las tantas formas en las que se manifiesta la violencia clasista: que entre Él y Yo resulte evidente una diferencia de estatus que favorezca mío. Por otro lado, y en relación a este último ejemplo, algo que también nos atañe frente a la creciente ola de fascismo de la que estamos siendo espectadores a través de recurrentes discursos de odio: hablar de índices de delincuencia en personas racializadas sin atender a factores estructurales como la segregación (guetos, difícil acceso al empleo etc.) que condenan a la miseria no sólo es impreciso, sino tremendamente malvado.
Al hilo de dicha anécdota comenzaron a llegarme mensajes de personas contando sus experiencias en cuanto a juicios por una apariencia "demasiado pulcra" con distintas organizaciones de ayuda humanitaria e incluso, y todavía más grave, con los servicios sociales del Estado español; ejercidos por los supuestos profesionales dentro de la propia institución. (Todas ellas pidieron expresamente que conservara su anonimato):
"Me da muchísima vergüenza admitirlo, y casi nadie de mis amigos lo sabe, pero, hace unos años, mi familia pasó por un momento muy malo económicamente y fuimos a pedir ayuda a Caritas para poder comer (somos cinco y mis padres estaban ambos en paro). Les dijeron que no daban el perfil que buscaban en gente necesitada sólo porque estaban casados, se veían limpios y tenían un techo (el de mi abuela), que seguro que saldríamos de esa. Si no fuera por el cura de la iglesia, esas navidades no hubiéramos tenido cena en el plato".
"En casa acudimos a un banco de alimentos y, mi hermana, que tiene una niña de poco más de un año, ha ido a la asistenta social en busca de alguna ayuda económica. Varias veces le han dicho que lleva a la niña "muy limpita y bien vestida" para ir a pedir ayuda. A una amiga suya, también con una niña pequeña y en el mismo lugar, que qué hacía pidiendo comida cuando llevaba las uñas pintadas y el pelo teñido. Como si lo que gastas en comprar un tinte pudiera dar para alimentar y vestir a tu hija todo el mes".
"Hace años fui a los servicios sociales a pedir la renta mínima. El tipo me miró de arriba a abajo y me dijo que no tenía pinta de necesitarlo. Lo dijo varias veces mientras rellenaba la solicitud. Me llegaban cartas de que faltaban papeles y era mentira. Estuve a punto de quedarme en la calle porque el tipo consideró que iba "muy bien vestida, se te ve aseada, tienes estudios...".
Como decíamos antes, si no descuidas tu aspecto, te tiñes el pelo, o si tus hijos pequeños van aseados, no eres pobre, porque el Auténtico Pobre, el del imaginario que romantiza la pobreza, el de la desdicha pura con la que alcanzamos a empatizar, ni puede ni debe parecerse a nosotros: debe quedar relegado a lo humillante, a lo indigno, a la vergüenza.
El economista conductual Sendhil Mullainathan y el psicólogo cognitivo Eldar Shafir explicaban en ’Escasez. ¿Por qué tener poco significa tanto?’ que la escasez crea escasez: inmersos en una visión de túnel de supervivencia, la pobreza grava el ancho de banda de las capacidades cognitivas mientras se vive la experiencia de la falta de recursos: los problemas del ahora, de la necesidad inmediata, secuestran el razonamiento. Está demostrado que una misma persona en condiciones más desahogadas adquiere holgura mental y ve ampliadas sus capacidades cognitivas, es decir: hablamos de un estado coyuntural específico generado por las circunstancias de estrés que experimentamos y que nos hace más lentos de pensamiento, lo que influye negativamente en cualquiera de nuestros desempeños vitales, incluido el laboral: el desarrollo normal de la vida se vuelve una espiral de carencias retroalimentadas de las que es casi imposible escapar. Es más probable que olvides tu cita médica o las tareas asignadas en el puesto de trabajo cuando estás atrapada cavilando cómo vas a ingeniártelas para llegar a fin de mes. La dramática situación no para de hacerse bola.
Sin que sirva de precedente y desde las antípodas ideológicas, incluso Adam Smith supo señalar en su popular obra ’La riqueza de las naciones’ que en la Inglaterra de su época las camisas de lino y los zapatos de cuero eran necesarios para vivir sin sentir vergüenza:
«Por mercancías necesarias entiendo no sólo las indispensables para el sustento de la vida, sino todas aquellas cuya carencia es, según las costumbres de un país, algo indecoroso entre las personas de buena reputación, aun entre las de clase inferior. En rigor, una camisa de lino no es necesaria para vivir. Los griegos y los romanos vivieron de una manera muy confortable a pesar de que no conocieron el lino. Pero en nuestros días, en la mayor parte de Europa, un honrado jornalero se avergonzaría si tuviera que presentarse en público sin una camisa de lino. Su falta denotaría ese deshonroso grado de pobreza al que se presume que nadie podría caer sino a causa de una conducta en extremo disipada. La costumbre ha convertido, del mismo modo, el uso de zapatos de cuero en Inglaterra en algo necesario para la vida, hasta el extremo de que ninguna persona de uno u otro sexo osaría aparecer en público sin ellos».
La vergüenza y la humillación asociadas a las dificultades financieras son factores estrechamente vinculados al abuso de sustancias narcóticas y, en casos extremos, al propio suicidio. Que la dignidad es indispensable para la salud mental no es asunto debatible: el premio Nobel de Economía, Amartya Sen, conocido por sus trabajos sobre las hambrunas, la teoría del desarrollo humano, la economía del bienestar y los mecanismos subyacentes de la pobreza, viene sosteniendo desde hace mucho tiempo que la vergüenza es motor de la pobreza más absoluta. Un alto porcentaje de los participantes de encuestas realizadas en Gran Bretaña a usuarios de bancos de alimentos manifestaron que el estigma de recibir alimentos gratis estaba tan presente que el miedo y la incomodidad eran emociones frecuentes. Sabemos que lo usual es que las personas pobres traten de ocultar su condición de pobreza para evitar humillaciones. Las consecuencias son desastrosas: muchos de los potenciales beneficiarios de ayuda social no realizan los trámites de solicitud para percibirlas, lo que complica la aplicación de políticas públicas en tanto que se torna inconcebible un escenario realista sobre las auténticas necesidades de la población.
La vergüenza y la humillación asociadas a las dificultades financieras son factores estrechamente vinculados al abuso de sustancias narcóticas y, en casos extremos, al propio suicidio. Que la dignidad es indispensable para la salud mental no es asunto debatible
¿Hasta qué punto es fundamental para la vida poder aparecer en público sin sentir vergüenza?
Platón y Aristóteles argumentaron que la capacidad de sentir vergüenza es lo que hace el desarrollo ético posible, puesto que las personas sin vergüenza están más allá del alcance de la comunidad moral. La dignidad, entendida como impulso innato de todos los seres humanos y, por tanto, universal, ha sido ligada al respeto y la autoestima. Cuando es violada y somos humillados, o nos sentimos humillados por nuestras carencias, se genera vergüenza y dolor. El propio Chaplin ilustra en sus filmes la lucha del vagabundo por mantener la dignidad desde lo más bajo de la pirámide social a través de una serie de astutas artimañas que conducen a tener que huir de las autoridades.
Pensar en la sustracción de bienes como algo que está mal per se responde a la equidistancia, una distorsión ideológica de la moral: el rico que roba al pobre y el pobre que roba al rico no pueden nunca ser juzgados de igual forma: consumir productos de calidad y mantener una apariencia que te aleje de la vergüenza y la exclusión social es perfectamente legítimo y también un derecho que, como otros tantos, se vulnera de manera constante. Comprar un frasco de colonia o una blusa que no esté raída por el uso parece un asunto trivial para todo aquel que simplemente lo ha asumido como básicos corrientes del día a día, sin embargo, para quienes no pueden permitirse un gesto tan nimio (porque muy probablemente inviertan ese poco dinero del que disponen en alimentos) se trata de una experiencia sumamente denigrante que mina la autoestima. Además, asumir los riesgos de cometer el delito (angustia, estrés, posibles consecuencias...) lleva implícitas terribles efectos psicológicos.
El bienestar social debe garantizar la dignidad, y la dignidad implica que los medios necesarios para no sentir más vergüenza estén al alcance de todes.
Michelle Per San, Kamchatka.